‘Todo lo que es
profundo ama la máscara’.
Nietzsche.
Nietzsche.
‘Ahora quiero ser Superman’ sugirió David Bowie al final de
sus años politécnicos, entre que leía a Kerouac y escuchaba a Little Richard.
No fue una confesión casual; era el primer brote de su personalidad hiperbórea,
de su alma diluida en la recua de Nietzsche. Algo explicaría sus delirios lisérgico-fascistas a mediados
de los setentas.
Su primer álbum en el 67 fue más bien torpe, putero y de boudeville, demasiado pueril como todo lo humano.
Por esos muelles nadie ha logrado jamás salir de Ítaca. Menos mal Kubrick estrenó al año
después su odisea espacial y Bowie se subió a esa nave con todos sus átomos, de
polizón primero para luego volver como cosmonauta estrella. Viajero interestelar. Paradójico, para alguien que odiaba
volar.
Su postura alienígena, tal vez la más genuina de las que ha
habido entre las estrellas del rock y el arte en general, se debe a su deseo
seminal de sustraerse a todo lo humano.
Ser un ítem más de la Humanidad no es una opción elegante, carece de
belleza. Estoy seguro de que, a finales del siglo XIX, si se hubiera dado una
carrera espacial y si los prerrafaelistas -y Oscar Wilde en particular- hubiesen
visto con más detenimiento los cortos cósmicos de Georges Méliès, también se habrían declarado
extraterrestres. ¿Quién quiere ser parte de este enorme
asilo de locos egoístas?
Si partimos de que la especie humana es un error, Bowie fue
un misántropo con pasaporte estelar.
Una misantropía llena de longanimidad, eso sí. Ziggy Stardust es un viajero andrógino del espacio que trae
un mensaje de esperanza. La
androginia de por sí es una revelación de la esperanza, es conciliación, o
reconciliación, en un universo polarizado, y Stardust es el misionero que
ofrece el Cosmos Unitario en el cáliz de su música. Un Ser Superior que habla de derribar los cercos existenciales
de la especie. Nietzsche otra vez,
y algo de Salinger también.
El personaje y el
disfraz.
Sus discos eran preparados en laboratorios creativos que flotaban en la troposfera y desde donde
guardaba toda la distancia que pudo mantener su etérea figura. El disfraz es
evasión, el embozo que ayuda a no dar la cara, pero, mientras la mayoría de
superhéroes son seres normales que se disfrazan de seres extraordinarios,
Superman, el héroe venido de la lejana galaxia donde es un ser normal mientras
que aquí en la Tierra tiene superpoderes, es un ser extraordinario disfrazado
de normal (Kill Bill dixit). Bowie
siempre pudo caminar relativamente en paz por las calles de Manhattan porque
nadie lo reconocía en su normalidad. Para el Duque Blanco, lucir normal era el disfraz. Sus últimos once años de vida era un
vecino cualquiera de la calle Lafayette, en el exclusivo Nolita, barrio
neoyorquino en el que también se ocultaron a su tiempo –ocultaron es un decir-
otros de su especie: Howard Hughes, Stanley Kubrick y Greta Garbo; ellos y ella
misántropos irreversibles. (Miento,
la Garbo sí se ocultó todo lo que pudo; nadie ha sabido más de puertas
traseras, escaleras de incendios y cocheras en tinieblas como la diva sueca).
Paralelamente, su vida íntima fue preservada en una cápsula
de alcanfor; la mayoría nos enteramos del cáncer que consumía sus días recién
al día siguiente de que falleciera.
Su último personaje ficticio, Lazarus, arrojó alguna pista pero para
nada tenía la intención de ser un testamento o un obituario en vida. Hay maquetas avanzadas de canciones que
demuestran que estaba preparando un nuevo álbum. Lo que pasa es que en su levítica cercanía a la ancianidad,
todo lo que hacía podía epilogarse. De todas formas las leyendas en torno a sus relaciones
personales ahora que ya no está no sólo no se aclararán sino que se
multiplicarán con mole y malicia. Todo lo que hizo y dijo tendrá un significado extra a partir
de ahora.
Carne y hueso.
Es el gran problema de las leyendas vivientes: cuando mueren
también se generan mitologías en sentido contrario. Al mismo tiempo que las hagiografías especializadas se
multiplican y los seppukus colectivos
de sus incondicionales se esparcen como polen –“nada será igual en la tierra
sin Bowie”, “¿qué será ahora de nosotros sin él?”-, también suenan voces que casi
sin proponérselo terminan por pinchar esa burbuja con su nombre que se elevaba
sin control, para traerlo de vuelta a la superficie, para recobrar su perfil ciertamente
humano: Groud control to Major Tom… Porque
si ha muerto, humano fue, después de todo. No era tan dios, ni héroe, ni superhombre. Era una persona de carne y hueso, con un
sentido excepcional de la estética, dueño de una enloquecida inspiración y una
capacidad infinita para la creación de epopeyas sonoras como ha habido pocos,
pero persona de carne y hueso al fin.
Eso es probablemente lo que más nos ha impactado de la partida del Dandy de Brixton, bastante más que la muerte de otras estrellas de la música y las artes: que, se suponía, era un ser inmarcesible, que tenía un alma incombustible, que era el Dorian Grey sin retrato, que era el mismísimo David Bowie y David Bowie no podía morir. Pero murió, y de cáncer, como nos puede pasar a cualquiera de nosotros. Y con eso consiguió, por fin, alejarse para siempre del contacto físico con sus congéneres.
Después de todo, no hay nada más humano que la necesidad de alejarse de la Humanidad.
Eso es probablemente lo que más nos ha impactado de la partida del Dandy de Brixton, bastante más que la muerte de otras estrellas de la música y las artes: que, se suponía, era un ser inmarcesible, que tenía un alma incombustible, que era el Dorian Grey sin retrato, que era el mismísimo David Bowie y David Bowie no podía morir. Pero murió, y de cáncer, como nos puede pasar a cualquiera de nosotros. Y con eso consiguió, por fin, alejarse para siempre del contacto físico con sus congéneres.
Después de todo, no hay nada más humano que la necesidad de alejarse de la Humanidad.
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