lunes, 28 de julio de 2014

Patologías sociales en el cine de horror.

Artículo publicado en la revista Mundo Diners.
Junio 2014.





El primer film de la historia, ‘La llegada del tren’ (1895) de los Hnos. Lumiere, fue la primera película de terror. No por su temática, sino porque arrancó de sus butacas a los espectadores en 15 segundos, y en más de cien años ninguna cinta repetió esta hazaña. Un año después del tren, “La casa del diablo” de George Mèlies fue una cinta perturbadora pese a sus intenciones poéticas. Sin embargo, el cine de terror nacerá a la segunda década del siglo XX, en Alemania.
Los alemanes habían realizado algunos balbuceos cinematográficos que no tomaron cuerpo hasta que su historia como sociedad se fracturó en la Primera Guerra Mundial. Tras la desmoralizadora firma de Versalles, los banqueros y fabricantes de cañones descubrieron que el cine era un auxiliar formidable de propaganda patriótica. Este cine nacionalista sirvió para que los creadores alemanes, los verdaderos, se refugien en relatos que evadan la censura oficial y soslayen sus cuestionamientos, con argumentos poblados de fantasmas, sonámbulos y monstruos míticos. Eran tramas macabras y terroríficas. Recurrían a la fantasía en lugar de obligarse a tratar una realidad que no existía. El expresionismo alemán en cine se convirtió en una fiel manifestación de su “Weltanschauung”, su esencia, de una forma parecida a cómo las pesadillas se constituyen en los escaparates donde el individuo desempolva los entresijos de su personalidad.
Después cada sociedad vivirá sus momentos históricos delicados y el cine pondrá su voz al respecto. Con un discurso narrativo que enajena el orden, el film de terror se volverá un caleidoscopio del estado psicológico de la sociedad que lo gestó. Los dramas siniestros no son tan superficiales como creemos, porque ponen de manifiesto el tejido psico-social detrás de momentos históricos precisos. Las películas que con alguna ingenuidad llamamos “de miedo”, perturban las ideas de realidad y desafían las leyes del sentido común, así consiguen revelar una buena porción de traumas, frustraciones, odios y angustias. Una represión que es removida por coyunturas históricas como los conflictos bélicos, las catástrofes naturales o las crisis económicas, y habla de cómo la sociedad arrastra temores atávicos que no son diluidos por el paso del tiempo y la dinámica social. Los filmes de terror constituyen un catálogo prontuario de las encarnaciones del mal que habitan en la memoria colectiva en formas simbólicas, pero también permiten, por medio de metáforas, ensayar vías alternas de exhumación y catarsis colectiva.
En la segunda mitad de siglo el cine de horror se consolida, se multiplica en subgéneros y se hace de uno de los públicos más fieles y exigentes del mercado. Esto lo entiende inmediatamente Hollywood y en sus dominios se gestarán los grandes clásicos de terror de la primera edad sonora del cine. De este raudal he tomado los siguientes cinco films paradigmáticos:


Psicosis. Alfred Hitchcock, 1960.
Psicosis es el primer thriller psicológico y contiene la escena de terror más famosa de la historia: el asesinato de Marion Crane en la ducha. Fue una película de bajo presupuesto financiada por el mismo Hitchcock, quien aprovechó los sets de televisión que usaba para su serie. Pero esta austeridad financiera, más la ausencia del engolado studio system, fagocitaron la obsesión perfeccionista del realizador británico, quien logró, magistralmente, que toda la angustia y la claustrofobia de un rodaje abstinente, sean transmitidas a cada fotograma del filme.
Pues bien, esta película se convirtió en la antesala del miedo posmoderno. Habían pasado 15 años del fin de la guerra y la aparente seguridad material del occidental común estaba amenazada por dos fantasmas en crecimiento: la mediocridad y el anonimato. El mal ya no emergía de un castillo gótico en escenarios escarpados. El terror se ocultaba en el día a día, en hoteles de paso, en aventuras disecadas. El mal se volvió tan ordinario como el bien. Se acabaron los vampiros decimonónicos y el diablo acechó en el empleado común, en el dependiente corriente. El modo de vida capitalista empezaba a generar sus primeros monstruos, hechos a su imagen y semejanza.


Rosmary’s Babe. Roman Polansky. 1968.
La historia se desarrolla en New York, la Babilonia contemporánea, y la realidad cotidiana, ultramoderna y occidental, no tiene tiempo para argumentos corroídos por las supercherías e historias de aldeanos fanáticos. Sin embargo, el entramado de satanismo que pronto se apodera de la película, no solo sirve para justificar a los agobiantes vecinos metiches y la pasividad del marido, sino que una vez más, la intervención del diablo solo soslaya el problema moral de fondo. La principal pregunta que se extrae de esta película y la novela homónima de Ira Levin, es si una mujer tiene capacidad de decisión sobre lo que pasa en su cuerpo, o la semilla gestada en su vientre es algo que le compete a toda la sociedad. A finales de los años sesenta se había popularizado la píldora anticonceptiva y miles de mujeres no solo que pudieron liderar la planificación familiar, sino que les permitía una sexualidad menos condicionada. De alguna manera, esa liberación femenina desatada, no tardaría en traer a la mayor de las ciudades del mundo -la ciudad símbolo del progreso- los grandes infiernos que solo antes eran confinados a los pueblos chicos.






The Night of the Living Dead. George. A. Romero. 1968
En aquellos años el mundo ya estaba dividido entre los que estaban en contra de la guerra de Vietnam y los que estaban muy en contra. Los Estados Unidos montaron una operación bélica aparentemente simple, pero que pronto se les fue de las manos y tuvieron que contar sus muertos por miles. Todos jóvenes, anglosajones, negros, latinos, irlandeses, con una vida por delante en el país de la libertad. Una vida truncada por un afán sin sentido.
Por otra parte, el sistema laboral de posguerra se había convertido en una entidad programadora de mentes, donde la masa es valorada en función de su producción, y, al mismo tiempo, las nuevas posturas contraculturales como el rock, los beatnicks, el new american cinema, las minorías étnicas y las identidades de género, se consolidaban en tanto se alejaban de esa masa aletargada. Y se distinguían básicamente porque intentaban mantenerse en movimiento; quedarse quieto y acatar los designios del poder se traducía en una muerte en vida. Desde entonces, el sustantivo zombi ha servido para designar a todo aquel que ha perdido la voluntad de decidir y sólo forma parte de un tiovivo laboral que traquetea a la deriva.


The Exorcist, William Friedkin, 1973.
Personalmente considero al Exorcista la mejor película de horror de todos los tiempos, porque ninguna ha tratado tan medular y perversamente la milenaria lucha entre el bien y el mal, entre Dios y el Diablo. Ya la guerra fría dividía al mundo en dos bandos separados por muros y misiles, pero sabemos que el bien y el mal en política son asunto de perspectiva y acomodo; digamos que esa maniquea lucha de opuestos se había desdibujado y el Diablo sintió la necesidad de intervenir y dejar claro quién es el verdadero amo de las tinieblas.
La fuerza antagónica ya no es un asesino, ni una secta fanática, es el poderoso Lucifer, y, para exacerbar la perfidia de sus intenciones, se presenta a través del cuerpo de una inocente criatura. Eso era jugar muy sucio, significaba que el futuro de la humanidad podía estar en manos del diablo. Desde entonces el uso de infantes como encarnaciones del mal se volvió una fórmula muy efectiva en el cine de terror, y perfiló parte de lo que sucedería con la familia moderna, fracturada, donde los hijos se alejaban de la influencia paterna y se acercaban a otras influencias, más oscuras. Pese a esa visión puritana de la película, pronto la rebeldía se asoció positivamente a lo endemoniado, y, también, la mayoría de espectadores que la vieron entonces, no pudieron dormir tranquilos por mucho tiempo, sintiéndose, efectivamente, poseídos por el film.


Carrie, Brian De Palma, 1976.
Esta cinta se adelantó 23 años a la tragedia de Columbine en señalar a los centros de estudios medios como caldos de cultivo de los nuevos odios humanos. El adolescente comenzaba a ganar participación en la sociedad gracias a un sistema productivo que favorecía la temprana independencia y a una cultura mediática insolente. Los núcleos familiares perdían su centro de gravedad y los hijos cada vez más iban por libres. Los medios masivos fueron prefigurando un código de valores donde se privilegiaban la apariencia física y la capacidad adquisitiva. Las disfuncionalidades fueron marginadas, desactivadas y, por supuesto, satanizadas. Los freaks dejaron de ser inofensivos, simples atracciones del circo social, y su historial de vejación les llevaría a desarrollar una capacidad vengativa, ahora sí, monstruosa. En una sociedad permisiva con el abuso de la fuerza, la discriminación y la humillación constantes, el arribo mesiánico y desmedido del talión viene a ser celebrado por todos, cerrando así un tridente catastrófico en donde pagarán justos por pecadores: provocación, desquite, justificación. Las instituciones educativas pasarán a convertir a los inadaptados en desadaptados en menos de un trimestre.

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