miércoles, 26 de junio de 2013
Retratando a las quiteñas: fotografiar con el oído
Artículo incluido en el libro 'TRASCÁMARA', compilado por Alex Schlenker, publicado por plataforma_Sur en 2013.
A Joaquín Sabina le habían advertido en España que en Ecuador se encontraban las mujeres más feas del mundo. Me lo dijo cuando vino por primera vez al país una noche de julio de 1996. Yo estaba seguro de que su principal fuente debió ser otro cantautor español, Luis Eduardo Aute, que, por entonces, estaba casado con una guayaquileña, pero luego recordé que no era el primer europeo que me lo decía. Era, tal vez, el décimo quinto o sexto. En fin, cuatro días después, frente a una procesión luctuosa en la iglesia de San Agustín, Sabina me reveló que sus fuentes habían exagerado demasiado. Concluimos, eso sí, que no eran feas, sino que parecía que siempre estaban formando parte de la estela humana que acompaña a un funeral.
Tiempo después, el feriado bancario nacional y ciertas desorientaciones personales hicieron que me fuera a vivir un par de años al Caribe; enseguida constaté que los modos caribeños dan por traste con muchas ideas prefiguradas que uno tiene del género humano, sobre todo después de haber estudiado antropología. El pasto común que son las sonrisas en la calle, la piel al sol como imperativo y esa particular forma de enfrentarse a la realidad tangible que licúa todo descendiente de tahínos y africanos, me ayudaron a soportar la caída del nuevo milenio con mejor cara. Aunque siempre el césped del vecino era más rojo, creo que esa temporada llena de estíos isleños puso los cimientos cartesianos de mi nueva mirada frente a las mujeres, sobre todo después de oírlas reír. Mi mirada ya no dependía de cómo ellas se presentaban ni cómo yo las miraba. Estaban en mi oído.
La cosa mejoró sustancialmente cuando volví a Quito en el 2001. Aparte de que habíamos matado al sucre y usábamos el dólar como moneda común, algo importante había cambiado. Había aparecido, de repente, de Dios sabe dónde, el “culo ecuatoriano”. El concepto ‘culijunto’, tan nuestro, tan del escudo, de la bandera, de la selección de fútbol, del cine y del himno nacional, había sido atacado con barretas. Y barretas grandes. Como destapando una enorme y atávica olla de grillos. Un porte de alférez parecía adueñarse de las nuevas generaciones que empezaban a renegar de un abolengo enjuto, timorato y pusilánime. Miraban a los ojos, enderezaban las clavículas, templaban el cóccix con el sacro y ya no les respondían ‘mande’ a sus mayores. Les brillaban los ojos y no hablaban a regañadientes. Pero lo que verdaderamente me mató fue que ya no se tapaban la boca cuando sonreían.
Si hasta entonces mi obra gráfica y escrita giraba en un círculo perpendicular al vector mujer, ahora se convertía en un asunto de fuerza electromagnética. Y de diez mil teslas. De modo que me puse en acción. Desde niño había yo planeado crear mi propia tira cómica, una que se publicara en un periódico local y a diario, pero, constantemente, me enfrentaba al problema de elegir el tema y entonces abandonaba el empujón inicial. Como siempre, cuando uno emprende un proyecto en lo que uno cree, son tierras yermas, todo parece ya haberse hecho y dicho. Pero, contar la historia del día a día de dos jóvenes mujeres ecuatorianas de inicios de siglo se presentó criminalmente plausible e imprescindible.
Las primeras fotos de mujeres que tomé en esta nueva etapa tenían esa vocación: acreditarme visualmente para bocetar un identi-kit de esa mujer quiteña que me recibió en el nuevo siglo. Pinté mucho e hice algunos cómics basados en esas fotografías, pero no tardé en darme cuenta de que las fotografías, a las cuales siempre había visto como un medio y no un fin, constituían en sí un íntimo catálogo prontuario de la mujer ecuatoriana que se gestaba en esos años y en esas calles. En el 2006, hice un cómic sobre la leyenda montuvia de la Tunda y le pedí a una actriz-realizadora, Manuela Boh, que posara para el personaje. Creo que ese fue el evento que hizo el ‘click’, literal y metafórico. De entre las fotos que tomé, varias de ellas se defendían solas, patas arriba y arañando lo que estuviese alrededor. De hecho, dos de ellas ya las considero clásicos de mi colección de retratos. Por un tiempo más tomé fotografías de mis amigas como respaldo para dibujos, relatos gráficos y pinturas, pero fui sedimentando las que vivirían por sí mismas. Comprendí que, de alguna manera, estaba dibujando con la cámara a la vez que estaba desarrollando un relato. Estaba haciendo casi una crónica etnográfica de una generación particular en un momento preciso de transición, pero sin que en ningún momento me lo haya propuesto. Estoy seguro de que solo de esa manera la mecha pudo encenderse con esa aguda vitalidad. Si me hubiese propuesto desde un principio reunir una colección de retratos femeninos que pretendiera ser testimonio de una época, el resultado hubiese llegado acartonado, impostado y con pretensiones sociológicas traídas de los pelos. Por no hablar de sus pretensiones estéticas.
Buena parte de las retratadas provenía del universo de la escena: actrices, bailarinas, cantantes, modelos, presentadoras de televisión y estrellas de Youtube. Pero había también escritoras, arquitectas, abogadas, chefs, doctoras, diseñadoras, psicólogas, antropólogas, sociólogas, amas de casa, fotógrafas y pintoras. Casi todas entre los 20 y los 30 años, es decir, nacidas en la década de 1980, en aquellos años de fractura, cuando la bonanza petrolera mostraba sus fisuras ambientales y financieras. Vivieron su adolescencia en los noventa, en colegios privados, laicos; se fueron de intercambio, perdieron su virginidad sin remordimientos y empezaron a abrirse paso con ideas propias. Dejaron de ser bichos raros. Todas, para mí, eran quiteñas; aunque algunas hayan nacido en Cuenca, Guayaquil, Ibarra, Atuntaqui, Píllaro, Esmeraldas, Buenos Aires, Nueva York o Seúl, atendían al gentilicio básico de ‘quiteño’: el que llega a esta ciudad.
Las sesiones fotográficas comenzaron en mi casa que se convirtió en un estudio doméstico con una ventana que da a la ciudad y su volcán como único atrezzo. Luz natural y algo de rebote. Pero más allá de la carpintería técnica y logística, lo más importante estaba en el vínculo a construir. Como apenas un 5% había estado frente a una cámara e involucradas en una sesión fotográfica con ellas como epicentro, la primera barrera a romper significaba invisibilizar a la cámara, que no al fotógrafo. Para eso me fueron de gran ayuda las máquinas que usé, unas modestas power shot, sin lentes intercambiables pero con pantallita LCD móvil, con un versátil monopié que agilita los desplazamientos, tiros y valores de plano y se vuelve extensión del brazo. Disparando desde la mano y no desde el ojo, al poco tiempo todo resquicio de ansiedad quedaba fuera de cualquier entorno. Las sesiones tenían que convertirse en parloteos vespertinos entre equivalentes que podrían pasar por maniobras de distracción pero en realidad tendían a establecer una escena mullida sin falsas estridencias. Una vieja máxima del Estudio de Actores en donde me formé dice: ‘si estás ocupado, no estás preocupado’, de tal forma que gran parte del sosiego que aparecía en las fotografías venía dado porque las modelos estaban, efectivamente, ejecutando alguna acción concreta. Estaban ocupadas en lugar de estar distraídas –eso conlleva un memorial físico que convoca una soltura familiar–. Generalmente, las personas que no están acostumbradas a ser fotografiadas no saben qué hacer con sus manos, dónde ponerlas ni cómo relacionarlas con el resto de su cuerpo. El gesto que es arrancado de una mano que no está ocupada es el que redondea un retrato que, a mí, particularmente, no me interesa. Y era en ese sentido que el trabajo con modelos y actrices formadas también requería un reordenamiento que limpiase de muletillas físicas los ademanes ya catalogados de su profesión. Para eso fue de gran ayuda el uso de objetos particulares, generalmente personales –que no solo apuntala la composición sino que potencia ciertos simbolismos que diversifican el relato–.
Por otra parte, puedo afirmar, en general, que a las mujeres no les inquieta del todo el pudor moral. La incomodidad de primera línea está sobre todo en el pudor estético. Podrían ir por la vida como la naturaleza las trajo al mundo, pero el reconocimiento fragmentado que tienen de su cuerpo, mellado por prejuicios varios, hace que busquen escudos ornamentales. Saberse rellenas, con palidez calcárea o con piernas alfombradas tiene un peso determinante a la hora de colgar los hábitos. Pero afortunadamente todas esas anticipaciones se diluyen cuando se deposita la atención en ese fulgor de primera línea que tiene todo ser humano y que a mí me lo han presentado como ‘ángel’. Algunos lo tienen con alas desplegadas y otros lo tienen como horlás en la penumbra, pero todos tienen uno en alguna parte de la distancia que los separa de los demás.
Creo que es en ese cobertizo de la existencia donde uno puede ver germinar los resultados de un retrato que respira. Si puedo sacar alguna conclusión sustancial luego de haber fotografiado a más de un centenar de mujeres ecuatorianas, es que ninguna foto fue ulterior al silencio. Primero debimos tensar un cable por donde debía viajar una tarabita de sílabas, que acomodaran las cosas, que aproximasen las preguntas pero que no espantaran las dudas. No creo que se pueda retratar a nadie si no se conoce un poco de la dirección que señalan al menos tres de sus sentidos, o se desbroza del todo lo que el tiempo dosifica. Es por eso que el oído fue mi principal asistente a la hora de reunir esta colección de estampas quiteñas de albores de siglo a la que llamé ‘Maldito Pigmalión’, en honor al escultor mitológico al que los dioses premiaron dando vida a sus esculturas.
En resumen, si uno no escucha, todo sale desenfocado.
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Excelente publicación!!
ResponderEliminarMuy chévere el texto. Sabes que yo tuve una impresión similar (si te entendí bien) cuando me fui a Perú hace unos 10 años, concretamente con las chicas indígenas / mestizas, me parecieron mucho más atractivas que aquí y luego me di cuenta que eran mucho más orgullosas, te miraban siempre de frente y sin esconderse, y que era eso principalmente lo que llamaba la atención. Y ojalá eso siga cambiando para bien (no pues, no me refiero exclusivamente al placer estético).
ResponderEliminarSaludos.