
En la Grecia clásica de los siglos V y IV aC, el arte occidental vio la luz. La cultura helénica para entonces había logrado elevar un sublime prontuario de sentidos visuales que serían vehículo de los ideales colectivos de placer, felicidad y belleza. De entre toda la iconografía que servía para este propósito, la más mimada era aquella que se vinculaba a la anatomía humana. El cuerpo humano, y el masculino en particular, era atesorado y venerado al ser el anfitrión físico del alma y la herramienta terrestre para ensalzarla. A su vez, el origen de esta preocupación física no estuvo precisamente en la vida civil ni en la academia, sino en el mundo militar. Fue también desde las huestes castrenses, donde los griegos dieron a la relación entre los miembros de un mismo sexo (masculino sobre todo) una importancia funcional determinante. La figura de el gran héroe Aquiles luchando junto a y por Patroclo es epítome de una sociedad que cimentaba su perpetuidad en la armonía colectiva. Esta armonía, nutrida por anhelos compartidos de lealtad, equilibrio y belleza, inundará cualquier búsqueda filosófica y estética que los atenienses lograrán contagiar a toda civilización posterior, incluso hasta nuestros días, pues la cultura helénica ha sido repetidamente revisada durante los últimos 23 siglos, sobre todo y principalmente, a través del arte.
También al esplendor griego le debemos la figura del tutelaje. La relación maestro-discípulo ha sido un dispositivo clave que ha permitido que el conocimiento se deslice por generaciones en terrenos de rigurosa y exigente fertilidad como el arte. A esta dualidad los helenos también le imprimieron su particulares sentidos de fraternidad espiritual y compañerismo místico que creían deben acompañar toda trascendencia. El erastés y el erómeno, en lo posterior reducidos a una fórmula de incomprendida pederastia, formaron ese vínculo que eslabona la sabiduría y la experimentación, tan vitales para que el arte no pierda su lozanía y su fibra.
Siglos después vino el largo período oscurantista de la Edad Media, y el arte se convirtió en un súcubo perseguido que sólo veía la superficie a través de rasgos y apariencias sublimadas. Esta característica clandestina, lejos de minar su esencia, hizo que el arte afinara sus virtudes de supervivencia para todos esos períodos de intolerancia que vendrían con la historia. La perversión y la ironía, combustibles del arte más mutante y del que tal vez más disfrutamos en nuestros días, tuvieron pues su caldo de cultivo en esos largos siglos oscuros.
La más importante de las revisiones de lo griego, sin embargo, ocurriría recién en el Renacimiento. Los principios de humanismo que emergieron en el siglo XV hicieron que las sociedades recuperaran su interés por la belleza interna y externa del ser humano y, claro, hay una figura que encarna en forma clave estos anhelos de recuperación: Leonardo Da Vinci. Freud ya escribió un extenso ensayo que relaciona la sexualidad del maestro lombardo con su amplia obra, de modo que a mí se me antoja ocioso reincidir. En todo caso está claro que en la obra y la vida de Leonardo hay la convivencia constante de dos universos opuestos, que se disputan sin llegar a anularse. El genio es capaz de crear la geometría perfecta de lo sublime con La Virgen de Las Rocas, pero también no tiene reparos en construir las más inventivas máquinas de guerra para César Borgia. Y he señalado esta característica como importante porque es compartida por ese otro gran pintor lombardo, para mí aun más clave que Leonardo para el tema que nos ocupa, cuyas preferencias sexuales no parecen estar del todo escondidas en su obra: El Caravaggio (véase el “Amor victorioso”, óleo de 1601). Este maestro del tenebrismo usa el juego continuo entre lo divino y lo profano para replantear constantemente las nociones de misterio, eros y dolor, que llegarán a tener su debido esplendor casi un siglo después con el Romanticismo. A su vez, creo que no es casualidad que la fotografía, tan caravaggiana, haya nacido de la mano del decadentismo romántico, y será a través del medio fotográfico que el arte decide dar sus primeros pasos afuera del clóset.
La fidelidad icónica de la imagen fotográfíca, lúcida, consigue dos cosas claves: logra que el deseo heterosexual sea alcanzado hasta el punto del paroxismo, y de esa forma es superado, y la mera zoología del cuerpo humano abandona su carácter alegórico al ser, literalmente, y sin lugar a dudas, desnudada. El trabajo de fotógrafos prístinos como Von Gloeden o Pluschov, desbrozarán el camino para la llegada de artistas más contemporáneos como Mapplethorpe, Cindy Sherman, Fassbinder, Saint Laurent o Pierre and Giles, que asumen la aprehensión visual del objetivo del mismo sexo, con menos confrontación de fuerzas oponibles y anacrónicas.
En el siglo XX estos universos contrapuestos dejan de ser determinantes en la obra de los artistas no heterosexuales, salvo tal vez los intensos y deliberados casos de Francis Bacon en pintura y de Sergei Eisenstein, en cine. Otros creadores contemporáneos, como David Hockney o Gus Van Sant, asumen abiertamente su sexualidad con el mismo aire que oxigenan su obra, y otros más asexuales como Warhol o LaChapelle, contribuyen a provocar la androginia autoral que pervive en los albores del siglo XXI, y que le debe tanto a la armonía helénica como al desequilibrio romántico del Caravaggio.
Fabián Patinho
Ese cuadro es bellísimo...
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