jueves, 7 de abril de 2011

Scott Fitzgerald y Zelda Saire, a ambos lados del paraíso.



1948. El fuego recorre sin contratiempos los pasillos del Highland Hospital de North Carolina. Los internos son evacuados en medio de un dantesco griterío; todos son enfermos con trastornos mentales. Los bomberos consiguen controlar a los sicóticos de la planta baja y luego tratan de evitar que las llamas alcancen el tercer piso donde se encuentran los casos menos severos. Pese a su esfuerzo, el viento y el caos son eficaces socios del fuego y las pérdidas humanas se multiplican. Entre los que perecen abrasados, está una muy bella y poco deslucida enferma, que desde el principio se había convertido en la más rutilante huésped del frenopático. Los doctores no habían atinado a diagnosticarla como esquizofrénica o maniaco depresiva. Su extraña naturaleza feérica tuvo un final injustamente acertado. Era Zelda Sayre, escritora, bailarina y pintora.
8 años atrás, en la babilónica periferia de Hollywood, derrumbado sobre su máquina de escribir, moría Francis Scott Fitzgerald. Alcoholizado y exhausto, luchaba por terminar la que a la postre sería, aunque inconclusa, su novela más brillante. En sus últimos segundos de vida, pensó en Scotie, su hija, y en su esposa, su querida esposa, interna de por vida en una institución psiquiátrica.
Fueron los dolorosos finales de dos personajes increíblemente fuera de serie. Como una pareja ideal encarnaron de la forma más visceral los desquiciados años veinte; aquellos años del jazz, del balbuceante cine de burlesque, de las mujeres de pelo corto y los bordados balcánicos de Chanel, de los escandalosos descapotados color durazno, del tangencial cielo newyorquino y, aun más, de la Riviera francesa.
No poder conjugar los conceptos prosperidad económica, fama y dicha, no ha distado de ser la tónica de la sociedad americana, y la vida de los Fitzgerald ha sido una de las manifestaciones más elocuentes de aquello. Proveniente de una familia con algunos rezagos de aristocracia, Scott Fitzgerald desde joven pretendió encontrar un sitio de relevancia en la sociedad. Dejó la universidad de Princeton para enlistarse en el ejército mientras Europa vivía su primera gran guerra, pero el tratado de paz de Versalles llegó antes de que el escritor en ciernes llegara a perpetrar algún acto heroico que lo elevase más allá de lo ordinario. Pese a todo, durante las maniobras, libró una gran batalla al crear la primera versión de su novela debut y, también, acantonado en un campo de entrenamiento en Alabama, conoció a la persona que signaría su existencia de por vida. Zelda Sayre era la quintaesencia de la mujer sureña: rubia, bella, traviesa y ambiciosa. En 1918 fueron presentados en un baile de oficiales y ella quedó embelesada del porte e ingenio del alférez Fitzgerald. Se comprometieron. Scott tenía 22 años y Zelda 17. El escritor, anhelando un horizonte cubierto de gloria, envió su primera novela “El romántico egoísta” a los editores. Fue rechazado dos veces. Zelda, atacada por incertidumbres, suspendió el compromiso. Un desangelado pero obstinado Scott trabajó duro en rescribir su novela y la envió nuevamente un año después con el nombre de “A este lado del paraíso”. Fue aceptado e inmediatamente la obra tuvo un inusitado éxito de ventas y de crítica. Zelda desarchivó su ajuar.
Después del matrimonio, la pareja empezó una carrera de lujos y excesos, una vez que se instalaron en un cómodo apartamento en Nueva York. Fitzgerald, considerado una brillante promesa de la década que se iniciaba, era requerido por las publicaciones de mayor tirada. Sus cuentos eran recibidos por la mayoría de la población con gran deleite, pues tenían una elegancia muy madura, un sentido del humor exquisito y comenzaban a perfilarse como los testimonios más sinceros de lo que sucedía en aquellos años (De entre estos relatos de la Era del Jazz, sobresale La extraña historia de Benajamín Buttton, recientemente adaptado al cine con mucho éxito por David Fincher). Su segunda novela, “Hermosos y malditos”, no alcanzó el éxito de la primera, aun así terminó siendo una maravillosa crónica de la época. Scott, viviendo en carne viva el sueño americano, empezó en paralelo también su carrera de ebrio consuetudinario.
La pequeña Scottie nació en 1921 y en algo aportó a que la pareja dejara de lado las constantes disputas domésticas que los hábitos de Fitzgerald provocaban. Zelda también empezó a publicar sus relatos cortos en revistas de renombre y algunos allegados comenzaron a creer que con esto se gestaba una extraña competitividad en la pareja. En 1924 se mudaron a la Riviera francesa. Ahí estaban Picasso, Matisse, Chanel, Hemingway, Stein, y otras luminarias del arte de la primera mitad del siglo, si no del siglo. Los atractivos, talentosos y simpáticos Fitzgerald, sin falsas estridencias, calzaron a la perfección. No les tomó demasiado tiempo convertirse en los más cálidos anfitriones de la Costa Azul, con un comportamiento excéntrico aun para aquel lugar, con repetidas fiestas pomposas y una particular forma de redefinir el lujo y la sofisticación. Ellos eran los años veinte.
En tan sólo seis meses Fitzgerald terminó “El gran Gatsby”, su tercera y más trascendental novela.
Con este relato, que se mantendrá en el perímetro de la autobiografía, Francis Scott se convertirá en el narrador epítome de la generación perdida, aquella que también contaba entre sus filas con Hemingway, Thomas Wolf y Dos Pasos. La figura de Jay Gatsby, el protagonista de la novela, pasará a formar parte de la iconografía más reveladora de las angustiosas filtraciones que presenta el american dream.
Con la publicación de Gatsby, Fitzgerald es aceptado por la crítica pero no del todo por el público, con lo que las crisis financieras empiezan a arreciar. Acostumbrada a un estatus de vida sin remanentes, la pareja es cercada por el deterioro personal y social. Zelda sostiene un romance con un aviador francés, y a la vez acusa a su marido de sostener una relación demasiado íntima con Hemingway, quién por su parte también se había ido de la lengua en París era una fiesta con revelaciones de pasillo sobre la vida íntima de los Fitzgerald. Cumplidos ya sus 27 años, Zelda tomará intensas lecciones de ballet con el afán de consolidarse como bailarina profesional, acaso como un deseo de tomar distancia de la inestable popularidad de su marido. La presión a la que somete a su cuerpo y su mente, la llevará a su primera crisis nerviosa, de la cual no llegará a salir del todo, llegando a recluirse de por vida a partir de 1932. Una vez interna producirá una febril obra plástica, continuará con sus relatos cortos, y publicará su única novela en el año 32, save me the waltz, de marcado tinte confesional.
En tanto Scott vive cerca de ella como huésped permanente de hoteles. Para pagar sus gastos y los del tratamiento de su esposa, el escritor desplazará su más personal producción, dedicando su tiempo a los relatos cortos y fácilmente vendibles para las revistas de entretenimiento.
En el 34 Fitzgerald publica su más sustancial y biográfica novela, suave es la noche. La historia, tan testimonial como la novela de Zelda, sembrará entre los dos una disputa marcada con cicatrices tan abiertas que ni la intensa pasión que los mantenía juntos pudo sanar del todo. La publicación tampoco repite las escandalosas ventas de su primera obra, lo que empujará a Fitzgerald a un ocaso de desilusión, acompañado del desplazamiento social por su reputación de alcohólico irredimible, y que conocerá su momento más turbio en los años 35 y 36. Distanciado ya de Zelda, Scott tiene un breve reflote, de la mano de una periodista que se hará cargo de él y lo conminará a reestructurar su existencia. Fitzgerald, con el empeño de mantenerse sobrio el mayor tiempo posible, vivirá sus últimos años como un asalariado guionista de Hollywood, procurando mantenerse próximo a Zelda, aunque sus respectivas enfermedades ya hacía tiempo que habían construído cercos insalvables entre ellos.
A menos de dos décadas de su crisol, la pareja había dado todo lo que disponía. Sólo se tenían el uno al otro, como dos naufragos que comparten el último salvavidas. El faustiano siglo veinte, que se especializará en cada tanto elegir a unos pocos, regalarles con la fugacidad de la divinidad y luego confinarles a la entera marginalidad, había logrado con los Fitzgerald, su primer exitoso experimento. Mucha tinta pseudobiográfica ha corrido desde entonces, llena de especulaciones erroneas y antojadizas. Mientras Fitzgerald fue acusado reiteradamente de haber coartado el talento de su esposa y haberla empujado a sus crisis mentales, Zelda fue por su parte injustamente señalada como la razón principal que llevó a Scott a hundirse en la bebida.
Sin embargo, en una carta que Zelda le escribiría a Scott poco antes de la muerte de éste en 1940, queda un breve testimonio de que su unión estaba hecha de una solidez única e inquebrantable:
“Cariño, te estaré siempre agradecida por tu lealtad hacia mí, y sigo fiel a los conceptos que nos mantuvieron juntos tanto tiempo: la creencia en que la vida es trágica, en que la recompensa espiritual del hombre es la conservación de su fe; en que no deberíamos hacernos daño el uno al otro, y sigo enamorada como siempre de tu talento para escribir, de tu tolerancia y tu generosidad, y de todos tus felices dones. Nada podría haber sobrevivido a nuestra vida.”

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