jueves, 25 de febrero de 2016

El ají como filosofía


(Artículo originalmente aparecido en sección Come y Bebe de la revista GkillCity)

Ilustración de Majo Rodríguez.

En la raída euforia de la noche
le amontonan la sombra las estrellas,
eructa, como un dios, hacia el olvido
y queda tambaleando en la insolencia.
¿Asó que agonizando, Guaquinchay?
¿Con que echándole ají a todas las penas?
¿Noviando con la muerte? ¿Has olvidado
que la muerte se acuesta con cualquiera?
                           Tejada Gómez.  El hombre del ají.


La Hildita, señora esposa de mi padre, suele decirnos siempre ‘perdone el malhechito’ cuando se le agradece por la comida, no importa si es una cena de diseño o un sencillo motepillo de la tarde.  Es una muletilla de modestia propia del protocolo familiar cuencano para esconder el encendido orgullo que da ver a la familia comiendo feliz en el brete de uno.  Lo mismo ocurre con la frase “comida mala con ají resbala”.  Fue hecha para amagar.  No tiene que ver con la comida in stricto sensu, -a una comida mala no la salva ni un ají servido en el santo Grial-, tiene que ver con la forma de encarar la vida.  Si tienes ají corriendo en tus venas, carajo, se te aclara la mente, se templan los nervios, tus pulmones agradecen y tienes unos centímetros de ventaja en la desbandada.  Arrarray. Po eso los quichuas llevan semillas de ají en el morral, para que los cucos, los ladrones y el mal aire se hagan a un lado.  Nadie puede detener a un dragón que echa fuego tan sabroso por la boca.    
Los abuelos también dicen que no hay que fiarse de una persona que no le gusta el ají, porque seguramente es cobarde, hipócrita y mentiroso.  Cuando menos está claro que es gente que no le gusta probar, correr riesgos, aventurarse, quedar al descubierto.  El ají es una comida pecaminosa, lujuriosa, porque tiene relación con la lengua, con el órgano más concupiscente que nos surge del alma. La lengua es la embajadora de la pulsión sexual.  Con la lengua amamos, seducimos, insultamos, provocamos y degustamos.  El vínculo del ají con la lengua es de una obscenidad arraigada.  ¿Acaso muchas de las variedades de vayas de ají no parecen una lengua insidiosa, colorada, decidida, abochornante, salida de una gárgola libertina?  Esos colores, ese brillo.  Aún tengo en la cabeza esos retratos eróticos en blanco y negro de pimientos desnudos fotografiados por Weston en el desbocado México de los años 20. Virgen santísima.  La lengua y sus papilas enhiestas son la plataforma de despegue del sacudón ajisíaco, neologismo que me acabo de inventar, ahorita, mientras tengo un subidón casi lisérgico accionado por ingentes cucharadas de ají ahumado con quinua. El Amauma es el mejor. Una combinación matemática que solo le falta ser ilegal para constar en los inventarios personales de los exploradores de paraísos artificiales.  Exagero, claro, pero no es mi culpa, es del ají.  

El ají recuerda las dualidades, el binomio del humano: pasión y serenidad, rostro y máscara, prosaico y sublime, dionisíaco y apolíneo, difícil y sutil, carnal y platónico.  Depende del maridaje planteado.  Personalmente lo prefiero en sopas, calientes o frías, pero un buen ají es ese compañero querido que saca a bailar a todas las del curso con el mismo entusiasmo.  A los locros, caldos con yucas, granos y demás comidas gazmoñas, les viene bien el alegre ají con chocho y tomate de árbol.  A la comida del mar, más disipada, turgente, le acompañan bien los ajíes en vinagres y maníes, y a las comidas con maíz, mote y plátanos repes, deleites más bien tucos, el ají con pepa de sambo les aporta decoro y suavidad.  Para las papas cocidas, las ensaladas duras y los tentempiés sanos pero obtusos, el ají en salsa de queso o con yogurt elimina los malentendidos. Para las pizzas y pastas está bien el ají en aceites o en polvo, para empanadas y arepas el ají con aguacate es coteja y para la comida chatarra en general el ají en salsas licuadas ayuda a mantener la dignidad. De todas formas no existen fórmulas ni claves, las combinaciones y recetas varían tanto como los paladares y las ganas de probar sabores.  Eso sí, restaurante o cucho que se respete, debe considerar a su ají como parte integral de la impronta y la personalidad del local.  Es su huella digital.  Como una pila bautismal en una iglesia, el pozuelo de ají debe exhumar la identidad del lugar.  Otra vez exagero, pero el ají es sinónimo de exageración también.
El ají o el chile es tan americano como el café y el chocolate -hay un chocolate con ají de Pacari que es vitamina de superhéroes-, que cuando Colón llegó a estas tierras las confundió aún más con las Indias por el haxi, palabra con la que los taínos de Quisqueya llamaban al fruto de marras.  El conquistador creía que era la pimienta negra del oriente.  Pobre insulso.  El ají confunde.  El ají aturde y conquista, desde el Puerto de Palos hasta la gran China, y la única lengua en común que tenemos es esa que se las apaña febril con el ají ubicuo y universal, de tantos colores, calibres e intensidades.
Y el ají es a la comida como el humor es a la vida.  El que se pica, gana.  Todo lo picante nos devuelve el vaivén arrebatado por la monotonía.  En la literatura, en el cine, en la pintura, en el teatro, en el sexo y por supuesto en la comida.  Por eso, no se hable más, póngale ají a lo que nunca antes le ha puesto y verá cómo si no le agrada al menos se sacudirá los estreses y las brumas grises del día a día.  Le doy una receta simple, en una sartén a fuego medio dore ají cocido, sin semillas, y pepas de sambo, luego licue con sal, aceite y agua, al final añada cebollita picada más cilantro.  Listo, luego cante todos los días en la ducha y pruebe más cosas que la vida es corta y el ají disuelve la espera.           

viernes, 19 de febrero de 2016

Misántropo Bowie.

(Artículo originalmente aparecido en la Gaceta República Sur.  Febrero de 2016).

‘Todo lo que es profundo ama la máscara’.
Nietzsche.

‘Ahora quiero ser Superman’ sugirió David Bowie al final de sus años politécnicos, entre que leía a Kerouac y escuchaba a Little Richard. No fue una confesión casual; era el primer brote de su personalidad hiperbórea, de su alma diluida en la recua de Nietzsche.  Algo explicaría sus delirios lisérgico-fascistas a mediados de los setentas.
Su primer álbum en el 67 fue más bien torpe, putero y de boudeville,  demasiado pueril como todo lo humano. Por esos muelles nadie ha logrado jamás salir de Ítaca.   Menos mal Kubrick estrenó al año después su odisea espacial y Bowie se subió a esa nave con todos sus átomos, de polizón primero para luego volver como cosmonauta estrella.  Viajero interestelar.  Paradójico, para alguien que odiaba volar.
Su postura alienígena, tal vez la más genuina de las que ha habido entre las estrellas del rock y el arte en general, se debe a su deseo seminal de sustraerse a todo lo humano.  Ser un ítem más de la Humanidad no es una opción elegante, carece de belleza. Estoy seguro de que, a finales del siglo XIX, si se hubiera dado una carrera espacial y si los prerrafaelistas -y Oscar Wilde en particular- hubiesen visto con más detenimiento los cortos cósmicos de Georges Méliès, también se habrían declarado extraterrestres.  ¿Quién quiere ser parte de este enorme asilo de locos egoístas?
Si partimos de que la especie humana es un error, Bowie fue un misántropo con pasaporte estelar.  Una misantropía llena de longanimidad, eso sí.  Ziggy Stardust es un viajero andrógino del espacio que trae un mensaje de esperanza.  La androginia de por sí es una revelación de la esperanza, es conciliación, o reconciliación, en un universo polarizado, y Stardust es el misionero que ofrece el Cosmos Unitario en el cáliz de su música.  Un Ser Superior que habla de derribar los cercos existenciales de la especie.  Nietzsche otra vez, y algo de Salinger también.
El personaje y el disfraz.

Bowie por Toxicstills
Sus discos eran preparados en  laboratorios creativos que flotaban en la troposfera y desde donde guardaba toda la distancia que pudo mantener su etérea figura. El disfraz es evasión, el embozo que ayuda a no dar la cara, pero, mientras la mayoría de superhéroes son seres normales que se disfrazan de seres extraordinarios, Superman, el héroe venido de la lejana galaxia donde es un ser normal mientras que aquí en la Tierra tiene superpoderes, es un ser extraordinario disfrazado de normal (Kill Bill dixit).  Bowie siempre pudo caminar relativamente en paz por las calles de Manhattan porque nadie lo reconocía en su normalidad.  Para el Duque Blanco, lucir normal era el disfraz.  Sus últimos once años de vida era un vecino cualquiera de la calle Lafayette, en el exclusivo Nolita, barrio neoyorquino en el que también se ocultaron a su tiempo –ocultaron es un decir- otros de su especie: Howard Hughes, Stanley Kubrick y Greta Garbo; ellos y ella misántropos irreversibles.  (Miento, la Garbo sí se ocultó todo lo que pudo; nadie ha sabido más de puertas traseras, escaleras de incendios y cocheras en tinieblas como la diva sueca).
Paralelamente, su vida íntima fue preservada en una cápsula de alcanfor; la mayoría nos enteramos del cáncer que consumía sus días recién al día siguiente de que falleciera.  Su último personaje ficticio, Lazarus, arrojó alguna pista pero para nada tenía la intención de ser un testamento o un obituario en vida.  Hay maquetas avanzadas de canciones que demuestran que estaba preparando un nuevo álbum.  Lo que pasa es que en su levítica cercanía a la ancianidad, todo lo que hacía podía epilogarse.  De todas formas las leyendas en torno a sus relaciones personales ahora que ya no está no sólo no se aclararán sino que se multiplicarán con mole y malicia.  Todo lo que hizo y dijo tendrá un significado extra a partir de ahora.
Carne y hueso.
 
Es el gran problema de las leyendas vivientes: cuando mueren también se generan mitologías en sentido contrario.  Al mismo tiempo que las hagiografías especializadas se multiplican y los seppukus colectivos de sus incondicionales se esparcen como polen –“nada será igual en la tierra sin Bowie”, “¿qué será ahora de nosotros sin él?”-, también suenan voces que casi sin proponérselo terminan por pinchar esa burbuja con su nombre que se elevaba sin control, para traerlo de vuelta a la superficie, para recobrar su perfil ciertamente humano: Groud control to Major Tom… Porque si ha muerto, humano fue, después de todo.  No era tan dios, ni héroe, ni superhombre.  Era una persona de carne y hueso, con un sentido excepcional de la estética, dueño de una enloquecida inspiración y una capacidad infinita para la creación de epopeyas sonoras como ha habido pocos, pero persona de carne y hueso al fin.  
Eso es probablemente lo que más nos ha impactado de la partida del Dandy de Brixton, bastante más que la muerte de otras estrellas de la música y las artes: que, se suponía, era un ser inmarcesible, que tenía un alma incombustible, que era el Dorian Grey sin retrato, que era el mismísimo David Bowie y David Bowie no podía morir. Pero murió, y de cáncer, como nos puede pasar a cualquiera de nosotros.  Y con eso consiguió, por fin, alejarse para siempre del contacto físico con sus congéneres.
Después de todo, no hay nada más humano que la necesidad de alejarse de la Humanidad.

lunes, 28 de julio de 2014

Patologías sociales en el cine de horror.

Artículo publicado en la revista Mundo Diners.
Junio 2014.





El primer film de la historia, ‘La llegada del tren’ (1895) de los Hnos. Lumiere, fue la primera película de terror. No por su temática, sino porque arrancó de sus butacas a los espectadores en 15 segundos, y en más de cien años ninguna cinta repetió esta hazaña. Un año después del tren, “La casa del diablo” de George Mèlies fue una cinta perturbadora pese a sus intenciones poéticas. Sin embargo, el cine de terror nacerá a la segunda década del siglo XX, en Alemania.
Los alemanes habían realizado algunos balbuceos cinematográficos que no tomaron cuerpo hasta que su historia como sociedad se fracturó en la Primera Guerra Mundial. Tras la desmoralizadora firma de Versalles, los banqueros y fabricantes de cañones descubrieron que el cine era un auxiliar formidable de propaganda patriótica. Este cine nacionalista sirvió para que los creadores alemanes, los verdaderos, se refugien en relatos que evadan la censura oficial y soslayen sus cuestionamientos, con argumentos poblados de fantasmas, sonámbulos y monstruos míticos. Eran tramas macabras y terroríficas. Recurrían a la fantasía en lugar de obligarse a tratar una realidad que no existía. El expresionismo alemán en cine se convirtió en una fiel manifestación de su “Weltanschauung”, su esencia, de una forma parecida a cómo las pesadillas se constituyen en los escaparates donde el individuo desempolva los entresijos de su personalidad.
Después cada sociedad vivirá sus momentos históricos delicados y el cine pondrá su voz al respecto. Con un discurso narrativo que enajena el orden, el film de terror se volverá un caleidoscopio del estado psicológico de la sociedad que lo gestó. Los dramas siniestros no son tan superficiales como creemos, porque ponen de manifiesto el tejido psico-social detrás de momentos históricos precisos. Las películas que con alguna ingenuidad llamamos “de miedo”, perturban las ideas de realidad y desafían las leyes del sentido común, así consiguen revelar una buena porción de traumas, frustraciones, odios y angustias. Una represión que es removida por coyunturas históricas como los conflictos bélicos, las catástrofes naturales o las crisis económicas, y habla de cómo la sociedad arrastra temores atávicos que no son diluidos por el paso del tiempo y la dinámica social. Los filmes de terror constituyen un catálogo prontuario de las encarnaciones del mal que habitan en la memoria colectiva en formas simbólicas, pero también permiten, por medio de metáforas, ensayar vías alternas de exhumación y catarsis colectiva.
En la segunda mitad de siglo el cine de horror se consolida, se multiplica en subgéneros y se hace de uno de los públicos más fieles y exigentes del mercado. Esto lo entiende inmediatamente Hollywood y en sus dominios se gestarán los grandes clásicos de terror de la primera edad sonora del cine. De este raudal he tomado los siguientes cinco films paradigmáticos:


Psicosis. Alfred Hitchcock, 1960.
Psicosis es el primer thriller psicológico y contiene la escena de terror más famosa de la historia: el asesinato de Marion Crane en la ducha. Fue una película de bajo presupuesto financiada por el mismo Hitchcock, quien aprovechó los sets de televisión que usaba para su serie. Pero esta austeridad financiera, más la ausencia del engolado studio system, fagocitaron la obsesión perfeccionista del realizador británico, quien logró, magistralmente, que toda la angustia y la claustrofobia de un rodaje abstinente, sean transmitidas a cada fotograma del filme.
Pues bien, esta película se convirtió en la antesala del miedo posmoderno. Habían pasado 15 años del fin de la guerra y la aparente seguridad material del occidental común estaba amenazada por dos fantasmas en crecimiento: la mediocridad y el anonimato. El mal ya no emergía de un castillo gótico en escenarios escarpados. El terror se ocultaba en el día a día, en hoteles de paso, en aventuras disecadas. El mal se volvió tan ordinario como el bien. Se acabaron los vampiros decimonónicos y el diablo acechó en el empleado común, en el dependiente corriente. El modo de vida capitalista empezaba a generar sus primeros monstruos, hechos a su imagen y semejanza.


Rosmary’s Babe. Roman Polansky. 1968.
La historia se desarrolla en New York, la Babilonia contemporánea, y la realidad cotidiana, ultramoderna y occidental, no tiene tiempo para argumentos corroídos por las supercherías e historias de aldeanos fanáticos. Sin embargo, el entramado de satanismo que pronto se apodera de la película, no solo sirve para justificar a los agobiantes vecinos metiches y la pasividad del marido, sino que una vez más, la intervención del diablo solo soslaya el problema moral de fondo. La principal pregunta que se extrae de esta película y la novela homónima de Ira Levin, es si una mujer tiene capacidad de decisión sobre lo que pasa en su cuerpo, o la semilla gestada en su vientre es algo que le compete a toda la sociedad. A finales de los años sesenta se había popularizado la píldora anticonceptiva y miles de mujeres no solo que pudieron liderar la planificación familiar, sino que les permitía una sexualidad menos condicionada. De alguna manera, esa liberación femenina desatada, no tardaría en traer a la mayor de las ciudades del mundo -la ciudad símbolo del progreso- los grandes infiernos que solo antes eran confinados a los pueblos chicos.






The Night of the Living Dead. George. A. Romero. 1968
En aquellos años el mundo ya estaba dividido entre los que estaban en contra de la guerra de Vietnam y los que estaban muy en contra. Los Estados Unidos montaron una operación bélica aparentemente simple, pero que pronto se les fue de las manos y tuvieron que contar sus muertos por miles. Todos jóvenes, anglosajones, negros, latinos, irlandeses, con una vida por delante en el país de la libertad. Una vida truncada por un afán sin sentido.
Por otra parte, el sistema laboral de posguerra se había convertido en una entidad programadora de mentes, donde la masa es valorada en función de su producción, y, al mismo tiempo, las nuevas posturas contraculturales como el rock, los beatnicks, el new american cinema, las minorías étnicas y las identidades de género, se consolidaban en tanto se alejaban de esa masa aletargada. Y se distinguían básicamente porque intentaban mantenerse en movimiento; quedarse quieto y acatar los designios del poder se traducía en una muerte en vida. Desde entonces, el sustantivo zombi ha servido para designar a todo aquel que ha perdido la voluntad de decidir y sólo forma parte de un tiovivo laboral que traquetea a la deriva.


The Exorcist, William Friedkin, 1973.
Personalmente considero al Exorcista la mejor película de horror de todos los tiempos, porque ninguna ha tratado tan medular y perversamente la milenaria lucha entre el bien y el mal, entre Dios y el Diablo. Ya la guerra fría dividía al mundo en dos bandos separados por muros y misiles, pero sabemos que el bien y el mal en política son asunto de perspectiva y acomodo; digamos que esa maniquea lucha de opuestos se había desdibujado y el Diablo sintió la necesidad de intervenir y dejar claro quién es el verdadero amo de las tinieblas.
La fuerza antagónica ya no es un asesino, ni una secta fanática, es el poderoso Lucifer, y, para exacerbar la perfidia de sus intenciones, se presenta a través del cuerpo de una inocente criatura. Eso era jugar muy sucio, significaba que el futuro de la humanidad podía estar en manos del diablo. Desde entonces el uso de infantes como encarnaciones del mal se volvió una fórmula muy efectiva en el cine de terror, y perfiló parte de lo que sucedería con la familia moderna, fracturada, donde los hijos se alejaban de la influencia paterna y se acercaban a otras influencias, más oscuras. Pese a esa visión puritana de la película, pronto la rebeldía se asoció positivamente a lo endemoniado, y, también, la mayoría de espectadores que la vieron entonces, no pudieron dormir tranquilos por mucho tiempo, sintiéndose, efectivamente, poseídos por el film.


Carrie, Brian De Palma, 1976.
Esta cinta se adelantó 23 años a la tragedia de Columbine en señalar a los centros de estudios medios como caldos de cultivo de los nuevos odios humanos. El adolescente comenzaba a ganar participación en la sociedad gracias a un sistema productivo que favorecía la temprana independencia y a una cultura mediática insolente. Los núcleos familiares perdían su centro de gravedad y los hijos cada vez más iban por libres. Los medios masivos fueron prefigurando un código de valores donde se privilegiaban la apariencia física y la capacidad adquisitiva. Las disfuncionalidades fueron marginadas, desactivadas y, por supuesto, satanizadas. Los freaks dejaron de ser inofensivos, simples atracciones del circo social, y su historial de vejación les llevaría a desarrollar una capacidad vengativa, ahora sí, monstruosa. En una sociedad permisiva con el abuso de la fuerza, la discriminación y la humillación constantes, el arribo mesiánico y desmedido del talión viene a ser celebrado por todos, cerrando así un tridente catastrófico en donde pagarán justos por pecadores: provocación, desquite, justificación. Las instituciones educativas pasarán a convertir a los inadaptados en desadaptados en menos de un trimestre.

miércoles, 26 de junio de 2013

Retratando a las quiteñas: fotografiar con el oído

Artículo incluido en el libro 'TRASCÁMARA', compilado por Alex Schlenker, publicado por plataforma_Sur en 2013.
A Joaquín Sabina le habían advertido en España que en Ecuador se encontraban las mujeres más feas del mundo. Me lo dijo cuando vino por primera vez al país una noche de julio de 1996. Yo estaba seguro de que su principal fuente debió ser otro cantautor español, Luis Eduardo Aute, que, por entonces, estaba casado con una guayaquileña, pero luego recordé que no era el primer europeo que me lo decía. Era, tal vez, el décimo quinto o sexto. En fin, cuatro días después, frente a una procesión luctuosa en la iglesia de San Agustín, Sabina me reveló que sus fuentes habían exagerado demasiado. Concluimos, eso sí, que no eran feas, sino que parecía que siempre estaban formando parte de la estela humana que acompaña a un funeral. Tiempo después, el feriado bancario nacional y ciertas desorientaciones personales hicieron que me fuera a vivir un par de años al Caribe; enseguida constaté que los modos caribeños dan por traste con muchas ideas prefiguradas que uno tiene del género humano, sobre todo después de haber estudiado antropología. El pasto común que son las sonrisas en la calle, la piel al sol como imperativo y esa particular forma de enfrentarse a la realidad tangible que licúa todo descendiente de tahínos y africanos, me ayudaron a soportar la caída del nuevo milenio con mejor cara. Aunque siempre el césped del vecino era más rojo, creo que esa temporada llena de estíos isleños puso los cimientos cartesianos de mi nueva mirada frente a las mujeres, sobre todo después de oírlas reír. Mi mirada ya no dependía de cómo ellas se presentaban ni cómo yo las miraba. Estaban en mi oído. La cosa mejoró sustancialmente cuando volví a Quito en el 2001. Aparte de que habíamos matado al sucre y usábamos el dólar como moneda común, algo importante había cambiado. Había aparecido, de repente, de Dios sabe dónde, el “culo ecuatoriano”. El concepto ‘culijunto’, tan nuestro, tan del escudo, de la bandera, de la selección de fútbol, del cine y del himno nacional, había sido atacado con barretas. Y barretas grandes. Como destapando una enorme y atávica olla de grillos. Un porte de alférez parecía adueñarse de las nuevas generaciones que empezaban a renegar de un abolengo enjuto, timorato y pusilánime. Miraban a los ojos, enderezaban las clavículas, templaban el cóccix con el sacro y ya no les respondían ‘mande’ a sus mayores. Les brillaban los ojos y no hablaban a regañadientes. Pero lo que verdaderamente me mató fue que ya no se tapaban la boca cuando sonreían. Si hasta entonces mi obra gráfica y escrita giraba en un círculo perpendicular al vector mujer, ahora se convertía en un asunto de fuerza electromagnética. Y de diez mil teslas. De modo que me puse en acción. Desde niño había yo planeado crear mi propia tira cómica, una que se publicara en un periódico local y a diario, pero, constantemente, me enfrentaba al problema de elegir el tema y entonces abandonaba el empujón inicial. Como siempre, cuando uno emprende un proyecto en lo que uno cree, son tierras yermas, todo parece ya haberse hecho y dicho. Pero, contar la historia del día a día de dos jóvenes mujeres ecuatorianas de inicios de siglo se presentó criminalmente plausible e imprescindible. Las primeras fotos de mujeres que tomé en esta nueva etapa tenían esa vocación: acreditarme visualmente para bocetar un identi-kit de esa mujer quiteña que me recibió en el nuevo siglo. Pinté mucho e hice algunos cómics basados en esas fotografías, pero no tardé en darme cuenta de que las fotografías, a las cuales siempre había visto como un medio y no un fin, constituían en sí un íntimo catálogo prontuario de la mujer ecuatoriana que se gestaba en esos años y en esas calles. En el 2006, hice un cómic sobre la leyenda montuvia de la Tunda y le pedí a una actriz-realizadora, Manuela Boh, que posara para el personaje. Creo que ese fue el evento que hizo el ‘click’, literal y metafórico. De entre las fotos que tomé, varias de ellas se defendían solas, patas arriba y arañando lo que estuviese alrededor. De hecho, dos de ellas ya las considero clásicos de mi colección de retratos. Por un tiempo más tomé fotografías de mis amigas como respaldo para dibujos, relatos gráficos y pinturas, pero fui sedimentando las que vivirían por sí mismas. Comprendí que, de alguna manera, estaba dibujando con la cámara a la vez que estaba desarrollando un relato. Estaba haciendo casi una crónica etnográfica de una generación particular en un momento preciso de transición, pero sin que en ningún momento me lo haya propuesto. Estoy seguro de que solo de esa manera la mecha pudo encenderse con esa aguda vitalidad. Si me hubiese propuesto desde un principio reunir una colección de retratos femeninos que pretendiera ser testimonio de una época, el resultado hubiese llegado acartonado, impostado y con pretensiones sociológicas traídas de los pelos. Por no hablar de sus pretensiones estéticas. Buena parte de las retratadas provenía del universo de la escena: actrices, bailarinas, cantantes, modelos, presentadoras de televisión y estrellas de Youtube. Pero había también escritoras, arquitectas, abogadas, chefs, doctoras, diseñadoras, psicólogas, antropólogas, sociólogas, amas de casa, fotógrafas y pintoras. Casi todas entre los 20 y los 30 años, es decir, nacidas en la década de 1980, en aquellos años de fractura, cuando la bonanza petrolera mostraba sus fisuras ambientales y financieras. Vivieron su adolescencia en los noventa, en colegios privados, laicos; se fueron de intercambio, perdieron su virginidad sin remordimientos y empezaron a abrirse paso con ideas propias. Dejaron de ser bichos raros. Todas, para mí, eran quiteñas; aunque algunas hayan nacido en Cuenca, Guayaquil, Ibarra, Atuntaqui, Píllaro, Esmeraldas, Buenos Aires, Nueva York o Seúl, atendían al gentilicio básico de ‘quiteño’: el que llega a esta ciudad.
Las sesiones fotográficas comenzaron en mi casa que se convirtió en un estudio doméstico con una ventana que da a la ciudad y su volcán como único atrezzo. Luz natural y algo de rebote. Pero más allá de la carpintería técnica y logística, lo más importante estaba en el vínculo a construir. Como apenas un 5% había estado frente a una cámara e involucradas en una sesión fotográfica con ellas como epicentro, la primera barrera a romper significaba invisibilizar a la cámara, que no al fotógrafo. Para eso me fueron de gran ayuda las máquinas que usé, unas modestas power shot, sin lentes intercambiables pero con pantallita LCD móvil, con un versátil monopié que agilita los desplazamientos, tiros y valores de plano y se vuelve extensión del brazo. Disparando desde la mano y no desde el ojo, al poco tiempo todo resquicio de ansiedad quedaba fuera de cualquier entorno. Las sesiones tenían que convertirse en parloteos vespertinos entre equivalentes que podrían pasar por maniobras de distracción pero en realidad tendían a establecer una escena mullida sin falsas estridencias. Una vieja máxima del Estudio de Actores en donde me formé dice: ‘si estás ocupado, no estás preocupado’, de tal forma que gran parte del sosiego que aparecía en las fotografías venía dado porque las modelos estaban, efectivamente, ejecutando alguna acción concreta. Estaban ocupadas en lugar de estar distraídas –eso conlleva un memorial físico que convoca una soltura familiar–. Generalmente, las personas que no están acostumbradas a ser fotografiadas no saben qué hacer con sus manos, dónde ponerlas ni cómo relacionarlas con el resto de su cuerpo. El gesto que es arrancado de una mano que no está ocupada es el que redondea un retrato que, a mí, particularmente, no me interesa. Y era en ese sentido que el trabajo con modelos y actrices formadas también requería un reordenamiento que limpiase de muletillas físicas los ademanes ya catalogados de su profesión. Para eso fue de gran ayuda el uso de objetos particulares, generalmente personales –que no solo apuntala la composición sino que potencia ciertos simbolismos que diversifican el relato–. Por otra parte, puedo afirmar, en general, que a las mujeres no les inquieta del todo el pudor moral. La incomodidad de primera línea está sobre todo en el pudor estético. Podrían ir por la vida como la naturaleza las trajo al mundo, pero el reconocimiento fragmentado que tienen de su cuerpo, mellado por prejuicios varios, hace que busquen escudos ornamentales. Saberse rellenas, con palidez calcárea o con piernas alfombradas tiene un peso determinante a la hora de colgar los hábitos. Pero afortunadamente todas esas anticipaciones se diluyen cuando se deposita la atención en ese fulgor de primera línea que tiene todo ser humano y que a mí me lo han presentado como ‘ángel’. Algunos lo tienen con alas desplegadas y otros lo tienen como horlás en la penumbra, pero todos tienen uno en alguna parte de la distancia que los separa de los demás. Creo que es en ese cobertizo de la existencia donde uno puede ver germinar los resultados de un retrato que respira. Si puedo sacar alguna conclusión sustancial luego de haber fotografiado a más de un centenar de mujeres ecuatorianas, es que ninguna foto fue ulterior al silencio. Primero debimos tensar un cable por donde debía viajar una tarabita de sílabas, que acomodaran las cosas, que aproximasen las preguntas pero que no espantaran las dudas. No creo que se pueda retratar a nadie si no se conoce un poco de la dirección que señalan al menos tres de sus sentidos, o se desbroza del todo lo que el tiempo dosifica. Es por eso que el oído fue mi principal asistente a la hora de reunir esta colección de estampas quiteñas de albores de siglo a la que llamé ‘Maldito Pigmalión’, en honor al escultor mitológico al que los dioses premiaron dando vida a sus esculturas. En resumen, si uno no escucha, todo sale desenfocado.

miércoles, 6 de febrero de 2013

El miedo es el Mensaje

(Artículo aparecido en BG Magazine, noviembre 2012).
Nada existe, y aunque existiera, es inaprensible para el hombre, y aunque fuera cognoscible, no es posible comunicarlo o explicarlo a otro. Georgias. Una tarde hace 20 años, dos semanas después de que muriera mi madre, sonó el teléfono en el departamento donde vivíamos. Levanté el auricular ubicado en la sala principal y escuché una voz que se adelantó a mi saludo y dijo: “Cuelga Fabián, ya contesté”. Yo estaba solo en casa así que me quedé perplejo. Al instante constaté que la voz era la de mi madre y venía de la extensión telefónica colocada en la habitación donde ella pasó sus últimos días. Salí a caminar por horas por los senderos que tiene el parque vecino de La Carolina encajando lo ocurrido en mi mente púber que ya para entonces era anormalmente racional. Pero lo que le pasaba a mi plexo solar es algo que luego de tantos años todavía no puedo definir. Empiezo este artículo con una historia –personal y verídica además- porque el relato ha sido la mejor –y de momento la única- forma de abordar un tema a todas luces inabordable. Y es mi forma de plantear las aristas que entran en juego cuando hablamos de un fenómeno carente de forma y fondo. Desde la primera narración escrita de la historia, La Epopeya de Gilgamesh, pasando por Plinio el Viejo, Dante, Shakespeare, Poe, Guy de Maupassant hasta Quiroga, Joyce y Murakami en la actualidad, todas las taxonomías de fantasmas, seres incorpóreos, aparecidos, eidolones, revenants, entidades, espantos, cucos, horlás y espectros han estado presentes en las formas expresivas que el ser humano usa para entender su entorno inmediato y, sobre todo, lo que hay más allá. De igual manera, abordar un tema que carece de sustantivo delimitado, no ha sido posible hacerlo de forma mas aprehensible que a través del relato. La pintura y las artes visuales y escénicas se han aproximado al tema pero solo en la medida en que funcionan como tributarias de la narración. Porque la imagen define la forma y la palabra solo la evoca. Incluso ahora la fotografía y el cine, tan positivistas y explícitas, no logran esquivar la jerarquía que el relato hablado se ha granjeado al rato de fisgonear en los surcos de las dimensiones reales. Tú puedes mostrar una foto actual en donde se aprecia una figura extraña, algo extra-dimensional, pero solo el relato de la experiencia y lo que sentiste al capturar la imagen se podrá equipararse, en efecto, a la experiencia. Recurrir a un sentido que no es uno de los sentidos.
¿Por qué el ser humano necesita de los fantasmas? Una de las tradiciones hasídicas en sus mitos creacionales afirma que Dios creó al hombre para que le contara una historia. Yo a su vez considero que los fantasmas se aparecen para que uno tenga, en efecto, una historia que contar. Y es porque los seres humanos no soportamos la realidad y necesitamos hacerle fisuras para ver al otro lado. Esto no significa en modo alguno una justificación del fenómeno ni siquiera una forma de entenderlo ni mucho menos. Pero es una forma de aproximarse en la medida en que al darle calidad de crónica lo vuelve objetivable. Y si algo no permite perpetrar los linderos de lo espectral es su vacío objetual. El fantasma siempre ha escapado a los sistemas científicos de dominación de la materia. Desde que el movimiento espiritista a mediados del siglo XIX cobró vigor, las fronteras de las posturas enfrentadas de los que creen y trabajan con fantasmas y de los que afirman que todo es un fraude siempre fueron ciegamente infranqueables sin darse jamás cuenta que el fantasma es el estabón perdido perfecto entre materia e inmateria. El fantasma es la llave entre la necesidad del ser, el ananké, y la no existencia, la nada. Los defensores tradicionales de la existencia de entidades provenientes de otras dimensiones intentan sustentar sus tesis en la calidad material de los fantasmas, sea como flujos electromagnéticos, ectoplasmas, gramos de partículas en disgregación o fotones suspendidos en caldos gaseosos y una larga lista de posibilidades físicas, sin tal vez tomar en cuenta que el fantasma se explica justamente porque existe sin existir. Ser Y no ser es la cuestión del fantasma, siguiendo la tesis de Ruiz de Bustamante. Y existe en la medida en que insiste (volviendo a Lacán), en que vuelve una y otra vez, sea a través de la atmósfera, de un vórtex ultradimensional, de un médium entrenado, aparatos electrónicos comunes y silvestres, los agudos sentidos de un animal o un relato que se mantiene vivo en tanto sea repetido. Los defensores de la parasicología entrando en el terreno de la ciencia empírica y racional jamás lograrán ni siquiera aproximarse a sustentar sus evidencias y argumentos. El día que lo logren, el fantasma dejará de existir. O de insistir. Y yo insistiré en mi tesis de que el fantasma existirá en tanto podamos contar su historia.
Miedo de existir. ¿Será el miedo el mayor combustible de la evolución de una especie que casi ha logrado adaptarse a todos los obstáculos físicos que la naturaleza le ha planteado pero no conoce nada de su alma? La fascinación e interés por hechos ajenos al entendimiento inmediato, generalmente vinculados al alma, ha sido parte prioritaria y constituyente de la cultura humana. No es antojadizo que la ciencia antropológica haya empezado su periplo estudiando a las culturas animistas. La forma en cómo se estructuran las dinámicas sociales de los pueblos se ha visto atravesada siempre por ese desconocido o, cuando menos, por ese aquello que le oprime y escapa a la lógica de lo cotidiano y lo aprehensible. A lo largo de la historia y en cada rincón ocupado por las culturas más diversas, el alma constituye el telón de fondo en donde el ser humano organiza buena parte de su universo simbólico, que, a su vez, determinará su comportamiento, desde lo más simple hasta lo más complejo. A través del imaginario popular, el mundo de lo no visible, y lo no palpable por los sentidos tradicionales, seguirá jugando un rol sustancial a la hora de definir la existencia, una vez más, del alma. En la cultura popular, el alma se explica en la omnipresencia de la muerte y por siglos ha proveído de una amplia gama de significados a las expresiones de la extinción física. La otra vida, el más allá, y otras maneras de definir la consecución del final de la existencia material, están dispersas por la vida cotidiana en cientos de figuras culturales, y las formas “humanizadas” tienen un capítulo muy importante. Esas formas son metonimias del alma. Por otra parte, la idea del fantasma está vinculada al pasado y a la historia, en la medida en que es vehículo visualizador de lo que ya sucedió y se extinguió. Es decir que actúa a su manera como un agente de la memoria individual y colectiva, y, en la medida en que puede desarrollarse en los linderos de lo inconsciente, puede ser un buen exponente de los síntomas de las patologías sociales de la cultura. El fantasma es pues, de algún modo, un mensajero portador de significados que en el pasado escaparon a nuestra atención, pero que son evidencias de una identidad en constante construcción. El fantasma se vuelve entonces el mensajero del miedo primario del ser humano. Y tal vez, el mensaje que recibí hace 20 años y que escapó a mi ordenamiento lógico me llegó y sin que yo ni siquiera me de cuenta.

martes, 26 de abril de 2011

Arte y homosexualidad; El amor victorioso


En la Grecia clásica de los siglos V y IV aC, el arte occidental vio la luz. La cultura helénica para entonces había logrado elevar un sublime prontuario de sentidos visuales que serían vehículo de los ideales colectivos de placer, felicidad y belleza. De entre toda la iconografía que servía para este propósito, la más mimada era aquella que se vinculaba a la anatomía humana. El cuerpo humano, y el masculino en particular, era atesorado y venerado al ser el anfitrión físico del alma y la herramienta terrestre para ensalzarla. A su vez, el origen de esta preocupación física no estuvo precisamente en la vida civil ni en la academia, sino en el mundo militar. Fue también desde las huestes castrenses, donde los griegos dieron a la relación entre los miembros de un mismo sexo (masculino sobre todo) una importancia funcional determinante. La figura de el gran héroe Aquiles luchando junto a y por Patroclo es epítome de una sociedad que cimentaba su perpetuidad en la armonía colectiva. Esta armonía, nutrida por anhelos compartidos de lealtad, equilibrio y belleza, inundará cualquier búsqueda filosófica y estética que los atenienses lograrán contagiar a toda civilización posterior, incluso hasta nuestros días, pues la cultura helénica ha sido repetidamente revisada durante los últimos 23 siglos, sobre todo y principalmente, a través del arte.
También al esplendor griego le debemos la figura del tutelaje. La relación maestro-discípulo ha sido un dispositivo clave que ha permitido que el conocimiento se deslice por generaciones en terrenos de rigurosa y exigente fertilidad como el arte. A esta dualidad los helenos también le imprimieron su particulares sentidos de fraternidad espiritual y compañerismo místico que creían deben acompañar toda trascendencia. El erastés y el erómeno, en lo posterior reducidos a una fórmula de incomprendida pederastia, formaron ese vínculo que eslabona la sabiduría y la experimentación, tan vitales para que el arte no pierda su lozanía y su fibra.
Siglos después vino el largo período oscurantista de la Edad Media, y el arte se convirtió en un súcubo perseguido que sólo veía la superficie a través de rasgos y apariencias sublimadas. Esta característica clandestina, lejos de minar su esencia, hizo que el arte afinara sus virtudes de supervivencia para todos esos períodos de intolerancia que vendrían con la historia. La perversión y la ironía, combustibles del arte más mutante y del que tal vez más disfrutamos en nuestros días, tuvieron pues su caldo de cultivo en esos largos siglos oscuros.
La más importante de las revisiones de lo griego, sin embargo, ocurriría recién en el Renacimiento. Los principios de humanismo que emergieron en el siglo XV hicieron que las sociedades recuperaran su interés por la belleza interna y externa del ser humano y, claro, hay una figura que encarna en forma clave estos anhelos de recuperación: Leonardo Da Vinci. Freud ya escribió un extenso ensayo que relaciona la sexualidad del maestro lombardo con su amplia obra, de modo que a mí se me antoja ocioso reincidir. En todo caso está claro que en la obra y la vida de Leonardo hay la convivencia constante de dos universos opuestos, que se disputan sin llegar a anularse. El genio es capaz de crear la geometría perfecta de lo sublime con La Virgen de Las Rocas, pero también no tiene reparos en construir las más inventivas máquinas de guerra para César Borgia. Y he señalado esta característica como importante porque es compartida por ese otro gran pintor lombardo, para mí aun más clave que Leonardo para el tema que nos ocupa, cuyas preferencias sexuales no parecen estar del todo escondidas en su obra: El Caravaggio (véase el “Amor victorioso”, óleo de 1601). Este maestro del tenebrismo usa el juego continuo entre lo divino y lo profano para replantear constantemente las nociones de misterio, eros y dolor, que llegarán a tener su debido esplendor casi un siglo después con el Romanticismo. A su vez, creo que no es casualidad que la fotografía, tan caravaggiana, haya nacido de la mano del decadentismo romántico, y será a través del medio fotográfico que el arte decide dar sus primeros pasos afuera del clóset.
La fidelidad icónica de la imagen fotográfíca, lúcida, consigue dos cosas claves: logra que el deseo heterosexual sea alcanzado hasta el punto del paroxismo, y de esa forma es superado, y la mera zoología del cuerpo humano abandona su carácter alegórico al ser, literalmente, y sin lugar a dudas, desnudada. El trabajo de fotógrafos prístinos como Von Gloeden o Pluschov, desbrozarán el camino para la llegada de artistas más contemporáneos como Mapplethorpe, Cindy Sherman, Fassbinder, Saint Laurent o Pierre and Giles, que asumen la aprehensión visual del objetivo del mismo sexo, con menos confrontación de fuerzas oponibles y anacrónicas.
En el siglo XX estos universos contrapuestos dejan de ser determinantes en la obra de los artistas no heterosexuales, salvo tal vez los intensos y deliberados casos de Francis Bacon en pintura y de Sergei Eisenstein, en cine. Otros creadores contemporáneos, como David Hockney o Gus Van Sant, asumen abiertamente su sexualidad con el mismo aire que oxigenan su obra, y otros más asexuales como Warhol o LaChapelle, contribuyen a provocar la androginia autoral que pervive en los albores del siglo XXI, y que le debe tanto a la armonía helénica como al desequilibrio romántico del Caravaggio.

Fabián Patinho

miércoles, 13 de abril de 2011

Pólaroid de la literatura ecuatoriana Actual



Artículo aparecido en el número 712 de la revista española Cuadernos Hispanoamericanos

Benjamín Carrión es unánimemente calificado como el más importante gestor de cultura que ha tenido el Ecuador. Él consideraba que un país tan pequeño y de escasa rutilancia internacional, no debía perder su tiempo en pugnar por convertirse en un estado de relevancia política o económica y que debía concentrar sus esfuerzos en hacer de su cultura el epítome de sus virtudes como nación. Desde los años treinta hasta mediados del siglo pasado, estos anhelos constituyeron en buena parte el caldo de cultivo de una ingente producción artística que arrojó nombres propios de la literatura ecuatoriana, como Pablo Palacio, Humberto Salvador, César Dávila, Jorge Carrera Andrade o El Grupo de Guayaquil, entre otros. También circulaban revistas de gran vigor literario y se gestaban espacios de debate y crítica que convirtieron al país, por un breve pero histórico período, en un enclave latinoamericano de letras de vanguardia. Penosamente, en las décadas posteriores, aquel envión se fue atenuando y dejó al quehacer literario nacional relegado a un cobertizo poco aclimatado y de luces esporádicas.
No obstante, desde hace aproximadamente una década y un lustro, algunas nuevas variables han entrado en juego. Esto hace suponer que el aletargamiento literario del Ecuador podría estar dando paso a un prometedor frente de propuestas narrativas frescas y revulsivas. Una de estas variables está adosada a los cambios generales a nivel global que el mundo de la cultura y la sociedad están experimentando. El avance de las nuevas tecnologías ha hecho que el flujo de ideas y propuestas de diversidad cubra amplios espectros. Esto ha sido clave para un país como Ecuador, tradicionalmente aislado y encorsetado, donde la exploración de los universos artísticos no estandarizados era prerrogativa de ciertas elites. A su vez, la consecución de la labor literaria en el paradigma de la publicación, dejó de depender exclusivamente del aparato editorial, pues los autores cuentan con soportes de distribución y acceso a los lectores incluso más inmediatos, con el Internet como punta de lanza.
Por otra parte, el Ecuador ha sido tradicionalmente un país de alta población emigratoria, contando con comunidades claramente definidas y establecidas en los Estados Unidos y Europa; pero estás comunidades por momentos dejan de ser una anónima fuerza laboral, para presentar brotes de participación activa en los ambientes culturales que los acogen. Es así que los escritores ecuatorianos expatriados representan una valiosa espita de oxigenación para el gremio nacional. Encabeza esta lista el narrador Huilo Ruales, basado en París, cuya bizarra obra ha sido traducida a varios idiomas europeos y ha sido merecedor de algunos estudios académicos. Otros nombres son Alfredo Noriega, también localizado en París, Leonardo Valencia, residente en Barcelona y Ernesto Quiñónez, autor del best seller Bodega Dreams, afincado en Nueva York.
Otro interesante factor ha sido el sistemático abandono de una manida noción de “conciencia y compromiso social”, que durante las décadas finales del siglo pasado, parecía un requisito ineludible de cualquier autor que se sienta representante de su colectivo. Esto se debía a la ingerencia del pensamiento izquierdista que se manifestaba en todo planteamiento intelectual que se diera en Latinoamérica. Gracias a este desembarazo, géneros narrativos poco habituales entre nosotros, como la ciencia ficción y la literatura fantástica, vieron sus primeros nombres de altura en el país. Gabriela Alemán, Santiago Páez, Leonardo Wild, Daniel Santibáñez o Adolfo Macías, publican sobre extra e infra mundos que se cuelan en la realidad cotidiana. Otros autores han abandonado la estigmatización literaria que aquejaba a lo urbano; un prejuicio propio de una sociedad que tiene todavía frescos enlaces bucólicos. Wilson Burbano, Esteban Michelena, Juan Pablo Castro, Natasha Salguero, Otto Zambrano, Juan Carlos Cucalón o Rocío Carpio, representan una narrativa heterogénea que ha dejando a un lado los compromisos y los prejuicios superfluos.
Algunas opiniones acertadas afirman que la cultura ecuatoriana suele inclinar la balanza apreciativa hacia lo visual. Eso explicaría por qué la tradición pictórica nacional ha logrado un desarrollo más equilibrado y sostenido que otras artes. También tal vez esa sea una causa de que la literatura llevada hacia lo representable visualmente, esté teniendo un saludable auge. La dramaturgia ecuatoriana cuenta con autores que han impulsado una actividad teatral con suelo propio. Estos autores son Arístides Vargas, Peky Andino, Luis Miguel Campos, Viviana Cordero y Roberto Sánchez. Tanto en la dramaturgia como en la prosa, el humor y la ironía conviven con la introspección psicológica y la crítica social, en un ejercicio de expiación frente a la solemnidad establecida.
Aparentemente, los poetas ecuatorianos representan el más voluminoso de los contingentes de las letras ecuatorianas. Hay nombres que sobresalen por la solidez y estabilidad de sus propuestas: Javier Ponce, Edwin Madrid, Cristóbal Zapata, Alfonso Espinoza, Roy Sigüenza, Aleyda Quevedo, Miguel Ángel Zambrano, Sonia Manzano, Xavier Oquendo, Luis Carlos Mussó y Paúl Puma, son autores con varios volúmenes publicados y cuya obra ha sido incluida en antologías internacionales. Los estilos y temáticas son diversos, pero si habría que señalar un denominador común, hallamos una perspectiva cáustica sobre la relación entre el individuo y el entorno. A través de la poesía los escritores ecuatorianos manifiestan disfunciones más definidas que en la prosa, sin concesiones hacia su condición de creador sembrado en el tercer mundo.
La mayoría de autores que he mencionado son escritores en actividad y que se encuentran viviendo ya la madurez de su oficio. Actualmente existe una significativa remesa de escritores noveles que dividen sus expresiones entre el cuento y la poesía; la novela todavía sigue siendo un género considerado mayor que es asumido como un reto a ser alcanzado una vez cumplido cierto kilometraje. Probablemente también influya el hecho de que los escritores jóvenes empiezan su periplo literario en revistas y publicaciones colectivas que les brindan un espacio restringido. Entre estos escritores puedo mencionar a Fernando Escobar Páez, Juan José Rodríguez, Eduardo Varas, Ana Minga, Juan Fernando Andrade, José Escobar, Víctor Hugo Moya, Javier Lara, María Luz Albuja, Ernesto Carrión, Walter Jimbo, Santiago Vizcaíno, Andrés Villalba, Jorge Izquierdo, Tania Roura, entre muchos otros autores, que han cosechado premios locales y se perfilan con un futuro auspicioso. Sin embargo las nuevas generaciones ecuatorianas están inclinadas hacia artes más rutilantes, como la fotografía, el cine o el arte conceptual, y existe un prejuicio extendido de que el arte literario es un “arte viejo”. Aunque las nuevas tecnologías han significado un soporte rejuvenecedor de la palabra, también en cierto que los artistas están encontrando versiones más encandiladoras de presentaciones de esta palabra.
Pese a todo, una importante característica de estos tempranos escritores es que no están tan inclinados a los tradicionales sentimientos parricidas, propios de las generaciones de creadores en ciernes; muchos admiran la literatura de la vieja guardia que en muchas formas mantienen una sólida vigencia. El escritor ecuatoriano vivo más importante es Jorge Enrique Adoum y cuenta con muchos lectores jóvenes. Xavier Vázconez, Abdon Ubidia, Raúl Pérez Torres, Julio Pazos, Efraín Jara, Jorge Dávila, Iván Carvajal, Jorge Martillo, Modesto Ponce, Juan Valdano, Rocío Madriñán, Iván Egüez y Miguel Donoso Pareja constituyen el frente de escritores nacionales consagrados y en actividad. El último de ellos, Donoso Pareja, es el máximo gestor de los talleres literarios ecuatorianos, quien a formado a tres generaciones de autores y cuya labor, en decaimiento, no ha encontrado continuidad.
Es esta labor formativa en el oficio de las letras uno de los elementos más desaprovechados en los últimos años. La modalidad de talleres no ha gozado de la suficiente estabilidad, reduciéndose a iniciativas esporádicas o a las propuestas no siempre definidas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Por el lado académico es aun más desangelado el panorama, pues la universidad y sus facultades literarias están subordinadas a conceptos de formación más pragmáticos. Quien quiera estudiar literatura en Ecuador, deberá enrolarse en las filas de los comunicadores sociales y las lenguas aplicadas. A su vez, la vieja figura del tutelaje, que por centurias ha sido un eficaz sistema de inyección pedagógica, se ha atrofiado a favor de un disperso anacoretismo. En términos laxos, se puede afirmar que el nuevo escritor ecuatoriano se forma solo, y la literatura es una de las actividades más autodidactas de las artes ecuatorianas.
Por otra parte, los premios literarios aun mantienen su condición de refrendadores de la labor artística, aunque, por supuesto, legitiman más no siempre garantizan. El premio “Aurelio Espinoza Pólit” es el más estable, galardonando cada año obras que se turnan entre poesía, cuento, novela, ensayo y teatro. También está la Bienal de Cuento “Pablo Palacio”, el premio nacional de poesía “Jorge Carrera Andrade” y además existen pequeños premios de los municipios y las Casas de la Cultura provinciales. El flamante Ministerio de Cultura ha establecido un Sistema Nacional de Premios que se encamina a reconocer las prácticas culturales de los ecuatorianos, sin embargo hasta el momento este proceso de reconocimiento muestra ciertas fisuras, propias de las iniciativas institucionales que sufren en su zona medular el vector de la coyuntura política.
El aparato editorial ecuatoriano es uno de los más desestructurados y que pervive a pulso de alientos individuales. Las casas editoriales muchas veces no pasan de ser links que gestionan el acceso a una imprenta sin mediar en ello ningún proceso de selección y rigor cualitativo, con la sola condición de que el autor cuente con el capital que cubra los gastos. Las editoriales nacionales que al momento han logrado mantenerse pese al inestable mercado literario, son El Conejo, Eskeletra, Paradiso, Báez Editores, Mayor Books, Abya Yala y la Editorial de la Casa de la Cultura. Nuevas iniciativas editoriales han aparecido en los últimos años con un ánimo renovador y con espíritu de apertura: El Tábano, La Rueca, El Búho, Aquarium, El Espantapájaros y Tribal. Estás empresas suelen ser iniciativas individuales de escritores independientes que tratan de crear líneas temáticas que viabilicen las propuestas afines, aunque a veces con un sesgado espíritu de camaradería.
La situación de las publicaciones presenta curiosamente un relumbrón interesante, con un listado de revistas algo diversificado para un escenario literario mas bien atrofiado. Estas revistas, que cuentan con una saludable continuidad, son: Anaconda, El Búho, Letras del Ecuador, El Apuntador, Rocinante y Buseta de Papel.
Frente a la oficialidad y el acartonamiento del medio, están surgiendo propuestas alternativas de sectores periféricos. Matapalo Cartonera es una apuesta por lo marginal, que se inscribe en esta nueva tradición sudamericana de editar libros con elementos reciclados y elaborados por artesanos desplazados. Sexo Idiota es un sistema de recitales abiertos que conglomera escritores emergentes en espacios no habituales. El Museo de la Palabra, aunque tributario del Ministerio de Cultura, maneja un proyecto de seguimiento e inclusión de autores dispersos que operan en la penumbra.
Estas son algunos de los elementos que participan del panorama literario ecuatoriano; por momentos puede ser desalentador, y por otros, se pueden hallar ciertas claves que dibujan un futuro aprovechable. Es necesario señalar que se trata de un país con escuálidos índices de lectura, y además aquellos pocos que leen no suelen compran literatura ecuatoriana, e incluso tienen marcados prejuicios con la producción artística de su coterráneos, pese a que se trata de una sociedad que vive un acusado proceso de esquizofrenia identitaria y unos desorbitados ánimos de regocijo patrio. Una mojigatería poscolonial aun se mantiene en los canales del quehacer cultural, la cual ha producido un extraño sopor que atomiza el despegue definitivo de las artes ecuatorianas. Mientras no se despeje esta especie de vaho cultural, las luces literarias ecuatorianas seguirán siendo asunto de excepción.

Fabián Patinho