jueves, 25 de febrero de 2016

El ají como filosofía


(Artículo originalmente aparecido en sección Come y Bebe de la revista GkillCity)

Ilustración de Majo Rodríguez.

En la raída euforia de la noche
le amontonan la sombra las estrellas,
eructa, como un dios, hacia el olvido
y queda tambaleando en la insolencia.
¿Asó que agonizando, Guaquinchay?
¿Con que echándole ají a todas las penas?
¿Noviando con la muerte? ¿Has olvidado
que la muerte se acuesta con cualquiera?
                           Tejada Gómez.  El hombre del ají.


La Hildita, señora esposa de mi padre, suele decirnos siempre ‘perdone el malhechito’ cuando se le agradece por la comida, no importa si es una cena de diseño o un sencillo motepillo de la tarde.  Es una muletilla de modestia propia del protocolo familiar cuencano para esconder el encendido orgullo que da ver a la familia comiendo feliz en el brete de uno.  Lo mismo ocurre con la frase “comida mala con ají resbala”.  Fue hecha para amagar.  No tiene que ver con la comida in stricto sensu, -a una comida mala no la salva ni un ají servido en el santo Grial-, tiene que ver con la forma de encarar la vida.  Si tienes ají corriendo en tus venas, carajo, se te aclara la mente, se templan los nervios, tus pulmones agradecen y tienes unos centímetros de ventaja en la desbandada.  Arrarray. Po eso los quichuas llevan semillas de ají en el morral, para que los cucos, los ladrones y el mal aire se hagan a un lado.  Nadie puede detener a un dragón que echa fuego tan sabroso por la boca.    
Los abuelos también dicen que no hay que fiarse de una persona que no le gusta el ají, porque seguramente es cobarde, hipócrita y mentiroso.  Cuando menos está claro que es gente que no le gusta probar, correr riesgos, aventurarse, quedar al descubierto.  El ají es una comida pecaminosa, lujuriosa, porque tiene relación con la lengua, con el órgano más concupiscente que nos surge del alma. La lengua es la embajadora de la pulsión sexual.  Con la lengua amamos, seducimos, insultamos, provocamos y degustamos.  El vínculo del ají con la lengua es de una obscenidad arraigada.  ¿Acaso muchas de las variedades de vayas de ají no parecen una lengua insidiosa, colorada, decidida, abochornante, salida de una gárgola libertina?  Esos colores, ese brillo.  Aún tengo en la cabeza esos retratos eróticos en blanco y negro de pimientos desnudos fotografiados por Weston en el desbocado México de los años 20. Virgen santísima.  La lengua y sus papilas enhiestas son la plataforma de despegue del sacudón ajisíaco, neologismo que me acabo de inventar, ahorita, mientras tengo un subidón casi lisérgico accionado por ingentes cucharadas de ají ahumado con quinua. El Amauma es el mejor. Una combinación matemática que solo le falta ser ilegal para constar en los inventarios personales de los exploradores de paraísos artificiales.  Exagero, claro, pero no es mi culpa, es del ají.  

El ají recuerda las dualidades, el binomio del humano: pasión y serenidad, rostro y máscara, prosaico y sublime, dionisíaco y apolíneo, difícil y sutil, carnal y platónico.  Depende del maridaje planteado.  Personalmente lo prefiero en sopas, calientes o frías, pero un buen ají es ese compañero querido que saca a bailar a todas las del curso con el mismo entusiasmo.  A los locros, caldos con yucas, granos y demás comidas gazmoñas, les viene bien el alegre ají con chocho y tomate de árbol.  A la comida del mar, más disipada, turgente, le acompañan bien los ajíes en vinagres y maníes, y a las comidas con maíz, mote y plátanos repes, deleites más bien tucos, el ají con pepa de sambo les aporta decoro y suavidad.  Para las papas cocidas, las ensaladas duras y los tentempiés sanos pero obtusos, el ají en salsa de queso o con yogurt elimina los malentendidos. Para las pizzas y pastas está bien el ají en aceites o en polvo, para empanadas y arepas el ají con aguacate es coteja y para la comida chatarra en general el ají en salsas licuadas ayuda a mantener la dignidad. De todas formas no existen fórmulas ni claves, las combinaciones y recetas varían tanto como los paladares y las ganas de probar sabores.  Eso sí, restaurante o cucho que se respete, debe considerar a su ají como parte integral de la impronta y la personalidad del local.  Es su huella digital.  Como una pila bautismal en una iglesia, el pozuelo de ají debe exhumar la identidad del lugar.  Otra vez exagero, pero el ají es sinónimo de exageración también.
El ají o el chile es tan americano como el café y el chocolate -hay un chocolate con ají de Pacari que es vitamina de superhéroes-, que cuando Colón llegó a estas tierras las confundió aún más con las Indias por el haxi, palabra con la que los taínos de Quisqueya llamaban al fruto de marras.  El conquistador creía que era la pimienta negra del oriente.  Pobre insulso.  El ají confunde.  El ají aturde y conquista, desde el Puerto de Palos hasta la gran China, y la única lengua en común que tenemos es esa que se las apaña febril con el ají ubicuo y universal, de tantos colores, calibres e intensidades.
Y el ají es a la comida como el humor es a la vida.  El que se pica, gana.  Todo lo picante nos devuelve el vaivén arrebatado por la monotonía.  En la literatura, en el cine, en la pintura, en el teatro, en el sexo y por supuesto en la comida.  Por eso, no se hable más, póngale ají a lo que nunca antes le ha puesto y verá cómo si no le agrada al menos se sacudirá los estreses y las brumas grises del día a día.  Le doy una receta simple, en una sartén a fuego medio dore ají cocido, sin semillas, y pepas de sambo, luego licue con sal, aceite y agua, al final añada cebollita picada más cilantro.  Listo, luego cante todos los días en la ducha y pruebe más cosas que la vida es corta y el ají disuelve la espera.           

viernes, 19 de febrero de 2016

Misántropo Bowie.

(Artículo originalmente aparecido en la Gaceta República Sur.  Febrero de 2016).

‘Todo lo que es profundo ama la máscara’.
Nietzsche.

‘Ahora quiero ser Superman’ sugirió David Bowie al final de sus años politécnicos, entre que leía a Kerouac y escuchaba a Little Richard. No fue una confesión casual; era el primer brote de su personalidad hiperbórea, de su alma diluida en la recua de Nietzsche.  Algo explicaría sus delirios lisérgico-fascistas a mediados de los setentas.
Su primer álbum en el 67 fue más bien torpe, putero y de boudeville,  demasiado pueril como todo lo humano. Por esos muelles nadie ha logrado jamás salir de Ítaca.   Menos mal Kubrick estrenó al año después su odisea espacial y Bowie se subió a esa nave con todos sus átomos, de polizón primero para luego volver como cosmonauta estrella.  Viajero interestelar.  Paradójico, para alguien que odiaba volar.
Su postura alienígena, tal vez la más genuina de las que ha habido entre las estrellas del rock y el arte en general, se debe a su deseo seminal de sustraerse a todo lo humano.  Ser un ítem más de la Humanidad no es una opción elegante, carece de belleza. Estoy seguro de que, a finales del siglo XIX, si se hubiera dado una carrera espacial y si los prerrafaelistas -y Oscar Wilde en particular- hubiesen visto con más detenimiento los cortos cósmicos de Georges Méliès, también se habrían declarado extraterrestres.  ¿Quién quiere ser parte de este enorme asilo de locos egoístas?
Si partimos de que la especie humana es un error, Bowie fue un misántropo con pasaporte estelar.  Una misantropía llena de longanimidad, eso sí.  Ziggy Stardust es un viajero andrógino del espacio que trae un mensaje de esperanza.  La androginia de por sí es una revelación de la esperanza, es conciliación, o reconciliación, en un universo polarizado, y Stardust es el misionero que ofrece el Cosmos Unitario en el cáliz de su música.  Un Ser Superior que habla de derribar los cercos existenciales de la especie.  Nietzsche otra vez, y algo de Salinger también.
El personaje y el disfraz.

Bowie por Toxicstills
Sus discos eran preparados en  laboratorios creativos que flotaban en la troposfera y desde donde guardaba toda la distancia que pudo mantener su etérea figura. El disfraz es evasión, el embozo que ayuda a no dar la cara, pero, mientras la mayoría de superhéroes son seres normales que se disfrazan de seres extraordinarios, Superman, el héroe venido de la lejana galaxia donde es un ser normal mientras que aquí en la Tierra tiene superpoderes, es un ser extraordinario disfrazado de normal (Kill Bill dixit).  Bowie siempre pudo caminar relativamente en paz por las calles de Manhattan porque nadie lo reconocía en su normalidad.  Para el Duque Blanco, lucir normal era el disfraz.  Sus últimos once años de vida era un vecino cualquiera de la calle Lafayette, en el exclusivo Nolita, barrio neoyorquino en el que también se ocultaron a su tiempo –ocultaron es un decir- otros de su especie: Howard Hughes, Stanley Kubrick y Greta Garbo; ellos y ella misántropos irreversibles.  (Miento, la Garbo sí se ocultó todo lo que pudo; nadie ha sabido más de puertas traseras, escaleras de incendios y cocheras en tinieblas como la diva sueca).
Paralelamente, su vida íntima fue preservada en una cápsula de alcanfor; la mayoría nos enteramos del cáncer que consumía sus días recién al día siguiente de que falleciera.  Su último personaje ficticio, Lazarus, arrojó alguna pista pero para nada tenía la intención de ser un testamento o un obituario en vida.  Hay maquetas avanzadas de canciones que demuestran que estaba preparando un nuevo álbum.  Lo que pasa es que en su levítica cercanía a la ancianidad, todo lo que hacía podía epilogarse.  De todas formas las leyendas en torno a sus relaciones personales ahora que ya no está no sólo no se aclararán sino que se multiplicarán con mole y malicia.  Todo lo que hizo y dijo tendrá un significado extra a partir de ahora.
Carne y hueso.
 
Es el gran problema de las leyendas vivientes: cuando mueren también se generan mitologías en sentido contrario.  Al mismo tiempo que las hagiografías especializadas se multiplican y los seppukus colectivos de sus incondicionales se esparcen como polen –“nada será igual en la tierra sin Bowie”, “¿qué será ahora de nosotros sin él?”-, también suenan voces que casi sin proponérselo terminan por pinchar esa burbuja con su nombre que se elevaba sin control, para traerlo de vuelta a la superficie, para recobrar su perfil ciertamente humano: Groud control to Major Tom… Porque si ha muerto, humano fue, después de todo.  No era tan dios, ni héroe, ni superhombre.  Era una persona de carne y hueso, con un sentido excepcional de la estética, dueño de una enloquecida inspiración y una capacidad infinita para la creación de epopeyas sonoras como ha habido pocos, pero persona de carne y hueso al fin.  
Eso es probablemente lo que más nos ha impactado de la partida del Dandy de Brixton, bastante más que la muerte de otras estrellas de la música y las artes: que, se suponía, era un ser inmarcesible, que tenía un alma incombustible, que era el Dorian Grey sin retrato, que era el mismísimo David Bowie y David Bowie no podía morir. Pero murió, y de cáncer, como nos puede pasar a cualquiera de nosotros.  Y con eso consiguió, por fin, alejarse para siempre del contacto físico con sus congéneres.
Después de todo, no hay nada más humano que la necesidad de alejarse de la Humanidad.