martes, 26 de abril de 2011

Arte y homosexualidad; El amor victorioso


En la Grecia clásica de los siglos V y IV aC, el arte occidental vio la luz. La cultura helénica para entonces había logrado elevar un sublime prontuario de sentidos visuales que serían vehículo de los ideales colectivos de placer, felicidad y belleza. De entre toda la iconografía que servía para este propósito, la más mimada era aquella que se vinculaba a la anatomía humana. El cuerpo humano, y el masculino en particular, era atesorado y venerado al ser el anfitrión físico del alma y la herramienta terrestre para ensalzarla. A su vez, el origen de esta preocupación física no estuvo precisamente en la vida civil ni en la academia, sino en el mundo militar. Fue también desde las huestes castrenses, donde los griegos dieron a la relación entre los miembros de un mismo sexo (masculino sobre todo) una importancia funcional determinante. La figura de el gran héroe Aquiles luchando junto a y por Patroclo es epítome de una sociedad que cimentaba su perpetuidad en la armonía colectiva. Esta armonía, nutrida por anhelos compartidos de lealtad, equilibrio y belleza, inundará cualquier búsqueda filosófica y estética que los atenienses lograrán contagiar a toda civilización posterior, incluso hasta nuestros días, pues la cultura helénica ha sido repetidamente revisada durante los últimos 23 siglos, sobre todo y principalmente, a través del arte.
También al esplendor griego le debemos la figura del tutelaje. La relación maestro-discípulo ha sido un dispositivo clave que ha permitido que el conocimiento se deslice por generaciones en terrenos de rigurosa y exigente fertilidad como el arte. A esta dualidad los helenos también le imprimieron su particulares sentidos de fraternidad espiritual y compañerismo místico que creían deben acompañar toda trascendencia. El erastés y el erómeno, en lo posterior reducidos a una fórmula de incomprendida pederastia, formaron ese vínculo que eslabona la sabiduría y la experimentación, tan vitales para que el arte no pierda su lozanía y su fibra.
Siglos después vino el largo período oscurantista de la Edad Media, y el arte se convirtió en un súcubo perseguido que sólo veía la superficie a través de rasgos y apariencias sublimadas. Esta característica clandestina, lejos de minar su esencia, hizo que el arte afinara sus virtudes de supervivencia para todos esos períodos de intolerancia que vendrían con la historia. La perversión y la ironía, combustibles del arte más mutante y del que tal vez más disfrutamos en nuestros días, tuvieron pues su caldo de cultivo en esos largos siglos oscuros.
La más importante de las revisiones de lo griego, sin embargo, ocurriría recién en el Renacimiento. Los principios de humanismo que emergieron en el siglo XV hicieron que las sociedades recuperaran su interés por la belleza interna y externa del ser humano y, claro, hay una figura que encarna en forma clave estos anhelos de recuperación: Leonardo Da Vinci. Freud ya escribió un extenso ensayo que relaciona la sexualidad del maestro lombardo con su amplia obra, de modo que a mí se me antoja ocioso reincidir. En todo caso está claro que en la obra y la vida de Leonardo hay la convivencia constante de dos universos opuestos, que se disputan sin llegar a anularse. El genio es capaz de crear la geometría perfecta de lo sublime con La Virgen de Las Rocas, pero también no tiene reparos en construir las más inventivas máquinas de guerra para César Borgia. Y he señalado esta característica como importante porque es compartida por ese otro gran pintor lombardo, para mí aun más clave que Leonardo para el tema que nos ocupa, cuyas preferencias sexuales no parecen estar del todo escondidas en su obra: El Caravaggio (véase el “Amor victorioso”, óleo de 1601). Este maestro del tenebrismo usa el juego continuo entre lo divino y lo profano para replantear constantemente las nociones de misterio, eros y dolor, que llegarán a tener su debido esplendor casi un siglo después con el Romanticismo. A su vez, creo que no es casualidad que la fotografía, tan caravaggiana, haya nacido de la mano del decadentismo romántico, y será a través del medio fotográfico que el arte decide dar sus primeros pasos afuera del clóset.
La fidelidad icónica de la imagen fotográfíca, lúcida, consigue dos cosas claves: logra que el deseo heterosexual sea alcanzado hasta el punto del paroxismo, y de esa forma es superado, y la mera zoología del cuerpo humano abandona su carácter alegórico al ser, literalmente, y sin lugar a dudas, desnudada. El trabajo de fotógrafos prístinos como Von Gloeden o Pluschov, desbrozarán el camino para la llegada de artistas más contemporáneos como Mapplethorpe, Cindy Sherman, Fassbinder, Saint Laurent o Pierre and Giles, que asumen la aprehensión visual del objetivo del mismo sexo, con menos confrontación de fuerzas oponibles y anacrónicas.
En el siglo XX estos universos contrapuestos dejan de ser determinantes en la obra de los artistas no heterosexuales, salvo tal vez los intensos y deliberados casos de Francis Bacon en pintura y de Sergei Eisenstein, en cine. Otros creadores contemporáneos, como David Hockney o Gus Van Sant, asumen abiertamente su sexualidad con el mismo aire que oxigenan su obra, y otros más asexuales como Warhol o LaChapelle, contribuyen a provocar la androginia autoral que pervive en los albores del siglo XXI, y que le debe tanto a la armonía helénica como al desequilibrio romántico del Caravaggio.

Fabián Patinho

miércoles, 13 de abril de 2011

Pólaroid de la literatura ecuatoriana Actual



Artículo aparecido en el número 712 de la revista española Cuadernos Hispanoamericanos

Benjamín Carrión es unánimemente calificado como el más importante gestor de cultura que ha tenido el Ecuador. Él consideraba que un país tan pequeño y de escasa rutilancia internacional, no debía perder su tiempo en pugnar por convertirse en un estado de relevancia política o económica y que debía concentrar sus esfuerzos en hacer de su cultura el epítome de sus virtudes como nación. Desde los años treinta hasta mediados del siglo pasado, estos anhelos constituyeron en buena parte el caldo de cultivo de una ingente producción artística que arrojó nombres propios de la literatura ecuatoriana, como Pablo Palacio, Humberto Salvador, César Dávila, Jorge Carrera Andrade o El Grupo de Guayaquil, entre otros. También circulaban revistas de gran vigor literario y se gestaban espacios de debate y crítica que convirtieron al país, por un breve pero histórico período, en un enclave latinoamericano de letras de vanguardia. Penosamente, en las décadas posteriores, aquel envión se fue atenuando y dejó al quehacer literario nacional relegado a un cobertizo poco aclimatado y de luces esporádicas.
No obstante, desde hace aproximadamente una década y un lustro, algunas nuevas variables han entrado en juego. Esto hace suponer que el aletargamiento literario del Ecuador podría estar dando paso a un prometedor frente de propuestas narrativas frescas y revulsivas. Una de estas variables está adosada a los cambios generales a nivel global que el mundo de la cultura y la sociedad están experimentando. El avance de las nuevas tecnologías ha hecho que el flujo de ideas y propuestas de diversidad cubra amplios espectros. Esto ha sido clave para un país como Ecuador, tradicionalmente aislado y encorsetado, donde la exploración de los universos artísticos no estandarizados era prerrogativa de ciertas elites. A su vez, la consecución de la labor literaria en el paradigma de la publicación, dejó de depender exclusivamente del aparato editorial, pues los autores cuentan con soportes de distribución y acceso a los lectores incluso más inmediatos, con el Internet como punta de lanza.
Por otra parte, el Ecuador ha sido tradicionalmente un país de alta población emigratoria, contando con comunidades claramente definidas y establecidas en los Estados Unidos y Europa; pero estás comunidades por momentos dejan de ser una anónima fuerza laboral, para presentar brotes de participación activa en los ambientes culturales que los acogen. Es así que los escritores ecuatorianos expatriados representan una valiosa espita de oxigenación para el gremio nacional. Encabeza esta lista el narrador Huilo Ruales, basado en París, cuya bizarra obra ha sido traducida a varios idiomas europeos y ha sido merecedor de algunos estudios académicos. Otros nombres son Alfredo Noriega, también localizado en París, Leonardo Valencia, residente en Barcelona y Ernesto Quiñónez, autor del best seller Bodega Dreams, afincado en Nueva York.
Otro interesante factor ha sido el sistemático abandono de una manida noción de “conciencia y compromiso social”, que durante las décadas finales del siglo pasado, parecía un requisito ineludible de cualquier autor que se sienta representante de su colectivo. Esto se debía a la ingerencia del pensamiento izquierdista que se manifestaba en todo planteamiento intelectual que se diera en Latinoamérica. Gracias a este desembarazo, géneros narrativos poco habituales entre nosotros, como la ciencia ficción y la literatura fantástica, vieron sus primeros nombres de altura en el país. Gabriela Alemán, Santiago Páez, Leonardo Wild, Daniel Santibáñez o Adolfo Macías, publican sobre extra e infra mundos que se cuelan en la realidad cotidiana. Otros autores han abandonado la estigmatización literaria que aquejaba a lo urbano; un prejuicio propio de una sociedad que tiene todavía frescos enlaces bucólicos. Wilson Burbano, Esteban Michelena, Juan Pablo Castro, Natasha Salguero, Otto Zambrano, Juan Carlos Cucalón o Rocío Carpio, representan una narrativa heterogénea que ha dejando a un lado los compromisos y los prejuicios superfluos.
Algunas opiniones acertadas afirman que la cultura ecuatoriana suele inclinar la balanza apreciativa hacia lo visual. Eso explicaría por qué la tradición pictórica nacional ha logrado un desarrollo más equilibrado y sostenido que otras artes. También tal vez esa sea una causa de que la literatura llevada hacia lo representable visualmente, esté teniendo un saludable auge. La dramaturgia ecuatoriana cuenta con autores que han impulsado una actividad teatral con suelo propio. Estos autores son Arístides Vargas, Peky Andino, Luis Miguel Campos, Viviana Cordero y Roberto Sánchez. Tanto en la dramaturgia como en la prosa, el humor y la ironía conviven con la introspección psicológica y la crítica social, en un ejercicio de expiación frente a la solemnidad establecida.
Aparentemente, los poetas ecuatorianos representan el más voluminoso de los contingentes de las letras ecuatorianas. Hay nombres que sobresalen por la solidez y estabilidad de sus propuestas: Javier Ponce, Edwin Madrid, Cristóbal Zapata, Alfonso Espinoza, Roy Sigüenza, Aleyda Quevedo, Miguel Ángel Zambrano, Sonia Manzano, Xavier Oquendo, Luis Carlos Mussó y Paúl Puma, son autores con varios volúmenes publicados y cuya obra ha sido incluida en antologías internacionales. Los estilos y temáticas son diversos, pero si habría que señalar un denominador común, hallamos una perspectiva cáustica sobre la relación entre el individuo y el entorno. A través de la poesía los escritores ecuatorianos manifiestan disfunciones más definidas que en la prosa, sin concesiones hacia su condición de creador sembrado en el tercer mundo.
La mayoría de autores que he mencionado son escritores en actividad y que se encuentran viviendo ya la madurez de su oficio. Actualmente existe una significativa remesa de escritores noveles que dividen sus expresiones entre el cuento y la poesía; la novela todavía sigue siendo un género considerado mayor que es asumido como un reto a ser alcanzado una vez cumplido cierto kilometraje. Probablemente también influya el hecho de que los escritores jóvenes empiezan su periplo literario en revistas y publicaciones colectivas que les brindan un espacio restringido. Entre estos escritores puedo mencionar a Fernando Escobar Páez, Juan José Rodríguez, Eduardo Varas, Ana Minga, Juan Fernando Andrade, José Escobar, Víctor Hugo Moya, Javier Lara, María Luz Albuja, Ernesto Carrión, Walter Jimbo, Santiago Vizcaíno, Andrés Villalba, Jorge Izquierdo, Tania Roura, entre muchos otros autores, que han cosechado premios locales y se perfilan con un futuro auspicioso. Sin embargo las nuevas generaciones ecuatorianas están inclinadas hacia artes más rutilantes, como la fotografía, el cine o el arte conceptual, y existe un prejuicio extendido de que el arte literario es un “arte viejo”. Aunque las nuevas tecnologías han significado un soporte rejuvenecedor de la palabra, también en cierto que los artistas están encontrando versiones más encandiladoras de presentaciones de esta palabra.
Pese a todo, una importante característica de estos tempranos escritores es que no están tan inclinados a los tradicionales sentimientos parricidas, propios de las generaciones de creadores en ciernes; muchos admiran la literatura de la vieja guardia que en muchas formas mantienen una sólida vigencia. El escritor ecuatoriano vivo más importante es Jorge Enrique Adoum y cuenta con muchos lectores jóvenes. Xavier Vázconez, Abdon Ubidia, Raúl Pérez Torres, Julio Pazos, Efraín Jara, Jorge Dávila, Iván Carvajal, Jorge Martillo, Modesto Ponce, Juan Valdano, Rocío Madriñán, Iván Egüez y Miguel Donoso Pareja constituyen el frente de escritores nacionales consagrados y en actividad. El último de ellos, Donoso Pareja, es el máximo gestor de los talleres literarios ecuatorianos, quien a formado a tres generaciones de autores y cuya labor, en decaimiento, no ha encontrado continuidad.
Es esta labor formativa en el oficio de las letras uno de los elementos más desaprovechados en los últimos años. La modalidad de talleres no ha gozado de la suficiente estabilidad, reduciéndose a iniciativas esporádicas o a las propuestas no siempre definidas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Por el lado académico es aun más desangelado el panorama, pues la universidad y sus facultades literarias están subordinadas a conceptos de formación más pragmáticos. Quien quiera estudiar literatura en Ecuador, deberá enrolarse en las filas de los comunicadores sociales y las lenguas aplicadas. A su vez, la vieja figura del tutelaje, que por centurias ha sido un eficaz sistema de inyección pedagógica, se ha atrofiado a favor de un disperso anacoretismo. En términos laxos, se puede afirmar que el nuevo escritor ecuatoriano se forma solo, y la literatura es una de las actividades más autodidactas de las artes ecuatorianas.
Por otra parte, los premios literarios aun mantienen su condición de refrendadores de la labor artística, aunque, por supuesto, legitiman más no siempre garantizan. El premio “Aurelio Espinoza Pólit” es el más estable, galardonando cada año obras que se turnan entre poesía, cuento, novela, ensayo y teatro. También está la Bienal de Cuento “Pablo Palacio”, el premio nacional de poesía “Jorge Carrera Andrade” y además existen pequeños premios de los municipios y las Casas de la Cultura provinciales. El flamante Ministerio de Cultura ha establecido un Sistema Nacional de Premios que se encamina a reconocer las prácticas culturales de los ecuatorianos, sin embargo hasta el momento este proceso de reconocimiento muestra ciertas fisuras, propias de las iniciativas institucionales que sufren en su zona medular el vector de la coyuntura política.
El aparato editorial ecuatoriano es uno de los más desestructurados y que pervive a pulso de alientos individuales. Las casas editoriales muchas veces no pasan de ser links que gestionan el acceso a una imprenta sin mediar en ello ningún proceso de selección y rigor cualitativo, con la sola condición de que el autor cuente con el capital que cubra los gastos. Las editoriales nacionales que al momento han logrado mantenerse pese al inestable mercado literario, son El Conejo, Eskeletra, Paradiso, Báez Editores, Mayor Books, Abya Yala y la Editorial de la Casa de la Cultura. Nuevas iniciativas editoriales han aparecido en los últimos años con un ánimo renovador y con espíritu de apertura: El Tábano, La Rueca, El Búho, Aquarium, El Espantapájaros y Tribal. Estás empresas suelen ser iniciativas individuales de escritores independientes que tratan de crear líneas temáticas que viabilicen las propuestas afines, aunque a veces con un sesgado espíritu de camaradería.
La situación de las publicaciones presenta curiosamente un relumbrón interesante, con un listado de revistas algo diversificado para un escenario literario mas bien atrofiado. Estas revistas, que cuentan con una saludable continuidad, son: Anaconda, El Búho, Letras del Ecuador, El Apuntador, Rocinante y Buseta de Papel.
Frente a la oficialidad y el acartonamiento del medio, están surgiendo propuestas alternativas de sectores periféricos. Matapalo Cartonera es una apuesta por lo marginal, que se inscribe en esta nueva tradición sudamericana de editar libros con elementos reciclados y elaborados por artesanos desplazados. Sexo Idiota es un sistema de recitales abiertos que conglomera escritores emergentes en espacios no habituales. El Museo de la Palabra, aunque tributario del Ministerio de Cultura, maneja un proyecto de seguimiento e inclusión de autores dispersos que operan en la penumbra.
Estas son algunos de los elementos que participan del panorama literario ecuatoriano; por momentos puede ser desalentador, y por otros, se pueden hallar ciertas claves que dibujan un futuro aprovechable. Es necesario señalar que se trata de un país con escuálidos índices de lectura, y además aquellos pocos que leen no suelen compran literatura ecuatoriana, e incluso tienen marcados prejuicios con la producción artística de su coterráneos, pese a que se trata de una sociedad que vive un acusado proceso de esquizofrenia identitaria y unos desorbitados ánimos de regocijo patrio. Una mojigatería poscolonial aun se mantiene en los canales del quehacer cultural, la cual ha producido un extraño sopor que atomiza el despegue definitivo de las artes ecuatorianas. Mientras no se despeje esta especie de vaho cultural, las luces literarias ecuatorianas seguirán siendo asunto de excepción.

Fabián Patinho

jueves, 7 de abril de 2011

Scott Fitzgerald y Zelda Saire, a ambos lados del paraíso.



1948. El fuego recorre sin contratiempos los pasillos del Highland Hospital de North Carolina. Los internos son evacuados en medio de un dantesco griterío; todos son enfermos con trastornos mentales. Los bomberos consiguen controlar a los sicóticos de la planta baja y luego tratan de evitar que las llamas alcancen el tercer piso donde se encuentran los casos menos severos. Pese a su esfuerzo, el viento y el caos son eficaces socios del fuego y las pérdidas humanas se multiplican. Entre los que perecen abrasados, está una muy bella y poco deslucida enferma, que desde el principio se había convertido en la más rutilante huésped del frenopático. Los doctores no habían atinado a diagnosticarla como esquizofrénica o maniaco depresiva. Su extraña naturaleza feérica tuvo un final injustamente acertado. Era Zelda Sayre, escritora, bailarina y pintora.
8 años atrás, en la babilónica periferia de Hollywood, derrumbado sobre su máquina de escribir, moría Francis Scott Fitzgerald. Alcoholizado y exhausto, luchaba por terminar la que a la postre sería, aunque inconclusa, su novela más brillante. En sus últimos segundos de vida, pensó en Scotie, su hija, y en su esposa, su querida esposa, interna de por vida en una institución psiquiátrica.
Fueron los dolorosos finales de dos personajes increíblemente fuera de serie. Como una pareja ideal encarnaron de la forma más visceral los desquiciados años veinte; aquellos años del jazz, del balbuceante cine de burlesque, de las mujeres de pelo corto y los bordados balcánicos de Chanel, de los escandalosos descapotados color durazno, del tangencial cielo newyorquino y, aun más, de la Riviera francesa.
No poder conjugar los conceptos prosperidad económica, fama y dicha, no ha distado de ser la tónica de la sociedad americana, y la vida de los Fitzgerald ha sido una de las manifestaciones más elocuentes de aquello. Proveniente de una familia con algunos rezagos de aristocracia, Scott Fitzgerald desde joven pretendió encontrar un sitio de relevancia en la sociedad. Dejó la universidad de Princeton para enlistarse en el ejército mientras Europa vivía su primera gran guerra, pero el tratado de paz de Versalles llegó antes de que el escritor en ciernes llegara a perpetrar algún acto heroico que lo elevase más allá de lo ordinario. Pese a todo, durante las maniobras, libró una gran batalla al crear la primera versión de su novela debut y, también, acantonado en un campo de entrenamiento en Alabama, conoció a la persona que signaría su existencia de por vida. Zelda Sayre era la quintaesencia de la mujer sureña: rubia, bella, traviesa y ambiciosa. En 1918 fueron presentados en un baile de oficiales y ella quedó embelesada del porte e ingenio del alférez Fitzgerald. Se comprometieron. Scott tenía 22 años y Zelda 17. El escritor, anhelando un horizonte cubierto de gloria, envió su primera novela “El romántico egoísta” a los editores. Fue rechazado dos veces. Zelda, atacada por incertidumbres, suspendió el compromiso. Un desangelado pero obstinado Scott trabajó duro en rescribir su novela y la envió nuevamente un año después con el nombre de “A este lado del paraíso”. Fue aceptado e inmediatamente la obra tuvo un inusitado éxito de ventas y de crítica. Zelda desarchivó su ajuar.
Después del matrimonio, la pareja empezó una carrera de lujos y excesos, una vez que se instalaron en un cómodo apartamento en Nueva York. Fitzgerald, considerado una brillante promesa de la década que se iniciaba, era requerido por las publicaciones de mayor tirada. Sus cuentos eran recibidos por la mayoría de la población con gran deleite, pues tenían una elegancia muy madura, un sentido del humor exquisito y comenzaban a perfilarse como los testimonios más sinceros de lo que sucedía en aquellos años (De entre estos relatos de la Era del Jazz, sobresale La extraña historia de Benajamín Buttton, recientemente adaptado al cine con mucho éxito por David Fincher). Su segunda novela, “Hermosos y malditos”, no alcanzó el éxito de la primera, aun así terminó siendo una maravillosa crónica de la época. Scott, viviendo en carne viva el sueño americano, empezó en paralelo también su carrera de ebrio consuetudinario.
La pequeña Scottie nació en 1921 y en algo aportó a que la pareja dejara de lado las constantes disputas domésticas que los hábitos de Fitzgerald provocaban. Zelda también empezó a publicar sus relatos cortos en revistas de renombre y algunos allegados comenzaron a creer que con esto se gestaba una extraña competitividad en la pareja. En 1924 se mudaron a la Riviera francesa. Ahí estaban Picasso, Matisse, Chanel, Hemingway, Stein, y otras luminarias del arte de la primera mitad del siglo, si no del siglo. Los atractivos, talentosos y simpáticos Fitzgerald, sin falsas estridencias, calzaron a la perfección. No les tomó demasiado tiempo convertirse en los más cálidos anfitriones de la Costa Azul, con un comportamiento excéntrico aun para aquel lugar, con repetidas fiestas pomposas y una particular forma de redefinir el lujo y la sofisticación. Ellos eran los años veinte.
En tan sólo seis meses Fitzgerald terminó “El gran Gatsby”, su tercera y más trascendental novela.
Con este relato, que se mantendrá en el perímetro de la autobiografía, Francis Scott se convertirá en el narrador epítome de la generación perdida, aquella que también contaba entre sus filas con Hemingway, Thomas Wolf y Dos Pasos. La figura de Jay Gatsby, el protagonista de la novela, pasará a formar parte de la iconografía más reveladora de las angustiosas filtraciones que presenta el american dream.
Con la publicación de Gatsby, Fitzgerald es aceptado por la crítica pero no del todo por el público, con lo que las crisis financieras empiezan a arreciar. Acostumbrada a un estatus de vida sin remanentes, la pareja es cercada por el deterioro personal y social. Zelda sostiene un romance con un aviador francés, y a la vez acusa a su marido de sostener una relación demasiado íntima con Hemingway, quién por su parte también se había ido de la lengua en París era una fiesta con revelaciones de pasillo sobre la vida íntima de los Fitzgerald. Cumplidos ya sus 27 años, Zelda tomará intensas lecciones de ballet con el afán de consolidarse como bailarina profesional, acaso como un deseo de tomar distancia de la inestable popularidad de su marido. La presión a la que somete a su cuerpo y su mente, la llevará a su primera crisis nerviosa, de la cual no llegará a salir del todo, llegando a recluirse de por vida a partir de 1932. Una vez interna producirá una febril obra plástica, continuará con sus relatos cortos, y publicará su única novela en el año 32, save me the waltz, de marcado tinte confesional.
En tanto Scott vive cerca de ella como huésped permanente de hoteles. Para pagar sus gastos y los del tratamiento de su esposa, el escritor desplazará su más personal producción, dedicando su tiempo a los relatos cortos y fácilmente vendibles para las revistas de entretenimiento.
En el 34 Fitzgerald publica su más sustancial y biográfica novela, suave es la noche. La historia, tan testimonial como la novela de Zelda, sembrará entre los dos una disputa marcada con cicatrices tan abiertas que ni la intensa pasión que los mantenía juntos pudo sanar del todo. La publicación tampoco repite las escandalosas ventas de su primera obra, lo que empujará a Fitzgerald a un ocaso de desilusión, acompañado del desplazamiento social por su reputación de alcohólico irredimible, y que conocerá su momento más turbio en los años 35 y 36. Distanciado ya de Zelda, Scott tiene un breve reflote, de la mano de una periodista que se hará cargo de él y lo conminará a reestructurar su existencia. Fitzgerald, con el empeño de mantenerse sobrio el mayor tiempo posible, vivirá sus últimos años como un asalariado guionista de Hollywood, procurando mantenerse próximo a Zelda, aunque sus respectivas enfermedades ya hacía tiempo que habían construído cercos insalvables entre ellos.
A menos de dos décadas de su crisol, la pareja había dado todo lo que disponía. Sólo se tenían el uno al otro, como dos naufragos que comparten el último salvavidas. El faustiano siglo veinte, que se especializará en cada tanto elegir a unos pocos, regalarles con la fugacidad de la divinidad y luego confinarles a la entera marginalidad, había logrado con los Fitzgerald, su primer exitoso experimento. Mucha tinta pseudobiográfica ha corrido desde entonces, llena de especulaciones erroneas y antojadizas. Mientras Fitzgerald fue acusado reiteradamente de haber coartado el talento de su esposa y haberla empujado a sus crisis mentales, Zelda fue por su parte injustamente señalada como la razón principal que llevó a Scott a hundirse en la bebida.
Sin embargo, en una carta que Zelda le escribiría a Scott poco antes de la muerte de éste en 1940, queda un breve testimonio de que su unión estaba hecha de una solidez única e inquebrantable:
“Cariño, te estaré siempre agradecida por tu lealtad hacia mí, y sigo fiel a los conceptos que nos mantuvieron juntos tanto tiempo: la creencia en que la vida es trágica, en que la recompensa espiritual del hombre es la conservación de su fe; en que no deberíamos hacernos daño el uno al otro, y sigo enamorada como siempre de tu talento para escribir, de tu tolerancia y tu generosidad, y de todos tus felices dones. Nada podría haber sobrevivido a nuestra vida.”